LA PALABRA – Las revueltas callejeras, no sólo las que en el mundo árabe se calificaron de primaverales, sino también las de Ucrania, Venezuela y hasta de nuestro país, no siempre traen resultados más positivos para las masas que reclaman cambios. A veces sucede justamente lo contrario.
Desde los albores de la Edad Contemporánea, la violencia de las masas ha establecido una batalla desigual con las actitudes más civilizadas de grupos, aún mayoritarios. El paradigma de este enfrentamiento se dio hace un siglo cuando la revolución menchevique -que había acabado con el régimen zarista ruso- fue pronto enajenada en favor de los bolcheviques, al amparo de la ideología leninista: la dictadura del proletariado. Pero no fue ni el primero, ni el último caso.
Y si no, que se lo cuenten a los estudiantes y jóvenes egipcios que hace tres años consiguieron destronar al faraónico Mubarak, para que el fanatismo islamista canalizara sus logros hacia la toma de un poder que luego robaría otro militar, esta semana desuniformado para volver a lo de siempre. Mientras, la cairota plaza Tahrir, como la estambulita Taksim, la caraqueña Altamira, la madrileña Neptuno o la kieveña Maidan, se han convertido en campos de batalla, en monumentos sangrantes de la desilusión.
La historia nos enseña el Terror en qué desembocó la Revolución Francesa a pesar de sus impecables ideales y en qué acabó la Rusa, amparada en el terror nuclear. Sin embargo, los cambios sociales más notables de nuestra época no han tenido que recurrir a tanta violencia para calar en la lógica de nuestras existencias: véase el papel actual de la mujer o la libertad de opción sexual (en Occidente, claro).
La agitación callejera es un fenómeno caótico, es decir, no surge al azar, sino de la interrelación de muchas fuerzas distintas en un mismo tiempo y lugar. A veces responden a las incitaciones del iluminado de turno, a veces son una ola nacida en un remanso que se agiganta y amplifica en cada orilla que impacta. Sirvan de ejemplo de ambos extremos la retórica alcohólica de Hitler y Hess en el putch de Munich de 1923 y, en el otro, el balsámico discurso de Obama en la Universidad de El Cairo en 2009. Tonos y talantes muy distintos, pero que desembocan en una marea deshumanizada.
Sea cual sea la intención inicial, siempre habrá quien sepa capitalizar la agitación creada y vampirizar la sed de libertad, pintando las banderas con la sangre de los caídos (de uno u otro bando), llámense Al Sisi, Putin, y no doy más nombres por no meterme en líos. Todos ellos hacen buena aquella indicación de las botellas de jarabe: “Agítese bien antes de usar”.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad