Cambiar el mundo

LA PALABRA – En los últimos tiempos se ha extendido cada vez más una expresión (¿Qué mundo vamos a dejar a nuestros hijos?), generalmente ligada al cuidado del medio ambiente, pero no solamente. No creo que a las generaciones que nos precedieron les importara esa pregunta trascendental, sino que su obsesión principal era sobrevivir físicamente y lograr que su prole lo hiciera, algo que nos parece obvio en unas sociedades de la abundancia que, de forma muy excepcional en el transcurso de la especie humana, no se han visto expuestas a guerras y matanzas. Nos hemos acostumbrado tanto a que las muertes masivas violentas las veamos en la pantalla y no delante de nuestros ojos, que nos creemos inmunes a ellas, como si la sola organización social (policía, leyes, democracia) fuera una vacuna que impedirá llegar a esas situaciones. De hecho, cuando se dan los primeros síntomas solemos tildarlos de “reacción” (o sea una respuesta en sentido “contrario” a la flecha del progreso) o “nostálgicos del pasado”, cuando es posible que sean ellos los que apunten a un futuro en ciernes y nosotros los que intentamos resistir en las trincheras de nuestra zona de confort.
Cuando era adolescente creíamos fervientemente que la juventud iba a cambiar el mundo, como en esa canción del israelí Arik Einstein (de cuya muerte se cumplen cinco años) y que, traducida, decía: “Yo y tú vamos a cambiar el mundo, y entonces se sumarán todos. Ya se ha dicho antes, no importa. Yo y tú cambiaremos el mundo”. Era una fe tan potente que nos llevó a cometer o apoyar intelectualmente atrocidades como la Revolución Cultural china o las proclamas de insurgencia armada del Che. A la mayoría nos importaba entonces un pepino la ecología o las opciones sexuales. Y ni siquiera las combativas feministas protestaban porque se hablara del “Hombre Nuevo”, muy en masculino. Muchos temas nos parecían secundarios y tan del pasado como la defensa a ultranza de la democracia por encima de la revolución.
¿Qué dejó el siglo XX para las generaciones futuras? Los efectos colaterales de los totalitarismos, esto es, un desarrollo tecnológico derivado de la industria de la muerte. Pensemos, por ejemplo, que todo lo que se basa en internet nace de la investigación militar. Y lo mismo puede argumentarse, al menos en parte, de los avances científicos en biología y en tantas otras áreas. Más que cambiar nosotros al mundo, fue el mundo el que nos cambió y nos tentó con un “Hombre de Siempre” mucho más cómodo, protegido y asegurado (en la medida de lo posible) desde antes de nacer y más allá de su muerte física (con millones de testimonios -fotos, mensajes escritos, grabaciones- de su paso, muy pocas veces trascendente como legado para las futuras generaciones). La sabiduría que nos dan los años es justamente por reconocer cuánto nos equivocamos siguiendo las mejores intenciones. Es lo poco que puedo dejar a los grumetes que sueñan con ponerse al timón cuanto antes.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad

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