Colonialismo e imperialismo en el Oriente (9ª parte): un poco de historia de la India

MILÍM: LA HISTORIA DE LAS DIÁSPORAS, CON ALICIA BENMERGUI – En esta historia del Lejano Oriente que hemos elegido contar para saber y comprender muchas cosas que habitualmente ignoramos, hemos decidido abordar el pasado de la India, no el más remoto, como lo hicimos en el caso de China, sino el encuentro entre los griegos, la representación de Occidente, y su llegada a este casi continente con las tropas capitaneadas por Alejandro Magno. Para nosotros es muy importante establecer los avances tecnológicos y de otro carácter que tenían estos pueblos comparados con la Europa contemporánea. Ciertamente ese dicho de que la historia la cuentan los que ganan es acertado, si pensamos que los números que los musulmanes introdujeron en nuestra cultura y el cero tan pero tan fundamental fueron aportes que tomaron de los indios. Así, como otros muchos casos, comprenderemos que hubo civilizaciones tan avanzadas o mucho más que la occidental y el daño y las humillaciones infligidas por los conquistadores a los pueblos que sometieron. También esto es parte de la historia que estamos narrando y que tiene a los judíos como protagonistas.

Éste es el relato de cómo Alejandro Magno llegó a la India, logrando lo que ningún occidental pudo conseguir. En el 328 a. e. c. ninguna región del antiguo imperio aqueménida (la antigua Persia) escapaba al dominio de Alejandro. Se trataba de un territorio inmenso, de más de cinco millones de kilómetros cuadrados, desde Anatolia y Mesopotamia hasta la meseta iraní y las cuencas de los ríos Oxus y Yaxartes. Pero ni siquiera aquello era suficiente para Alejandro. Más allá de la cordillera del Hindu Kush se extendía un territorio legendario y desconocido para los griegos: la India. En el pasado, los reyes persas habían tratado de imponer su ley en la parte más próxima de esas tierras: el este de Afganistán, Pakistán y el valle del Indo, pero no pudieron establecer sátrapas (gobernadores) de forma permanente. Alejandro se propuso llegar hasta donde no lo hicieron los grandes reyes aqueménidas, internándose en tierras que entre los griegos sólo habían recorrido personajes míticos como Dionisos o Heracles. Y de nuevo, como en los inicios de su epopeya, su marcha conquistadora pareció imparable. En pocas semanas superó las estribaciones del Hindu Kush, sometió a un pueblo tras otro y tomó decenas de ciudades, no sin antes vencer, eso sí, tras una dura resistencia. Después de cruzar el Indo y derrotar al rey indio Poro en la batalla del río Hidaspes (actual Jhelum), Alejandro se encaminó hacia el valle del Ganges, dispuesto a lanzarse a la conquista de todo el subcontinente indio. Pero cuando se hallaba en el río Hífasis (actual Bias), sus soldados, agotados tras ocho años de correrías ininterrumpidas y temerosos de lo que encontrarían más allá, se negaron a seguirle. Alejandro debió renunciar y volvió a Mesopotamia descendiendo por el valle del Indo y por el golfo Pérsico.

Alejandro no alcanzó, pues, el último extremo de Asia, y tampoco se hicieron realidad las desorbitadas promesas de riquezas que había hecho a sus soldados, a los que había asegurado que llenarían con ellas no sólo sus casas, sino toda Macedonia y Grecia. Pero la aventura india del rey macedonio no fue un fracaso. Más allá de las conquistas frustradas, representó el descubrimiento de un mundo desconocido, envuelto hasta entonces en fantasías y misterios: un primer contacto directo entre Oriente y Occidente que, sin duda, conmocionó a muchos de los que participaron en la empresa y que, además, quedó reflejado en varias crónicas e informes ordenados por el propio Alejandro. Dentro del imaginario griego, la India era la tierra de las maravillas situada en los confines orientales del mundo, en la que resultaban factibles todas las fantasías y monstruosidades. Antes de la expedición de Alejandro Magno, las noticias eran escasas y poco creíbles a causa de toda clase de exageraciones y deformaciones. Muy pocos griegos se habían aventurado antes por aquellas latitudes. Los relatos de dos griegos que presentaban la India como un escenario pleno de prodigios y maravillas, constituyeron, sin duda, uno de los estímulos para la expedición de Alejandro.

La India puso a los soldados macedonios ante un paisaje natural completamente diferente del que habían contemplado hasta entonces. Tras las imponentes y elevadas montañas del Hindu Kush, con sus nieves perpetuas y sus profundas y terribles gargantas, los expedicionarios se adentraron en la cuenca del Indo. Este río y sus afluentes los impresionaron por sus dimensiones –casi diez kilómetros de anchura, dicen los testimonios conservados, por la violencia de sus torbellinos, el ruido atronador que provocaban sus torrentes y sus espectaculares crecidas, que sólo podían equipararse a las del mítico Nilo, capaces de dejar aisladas numerosas ciudades como si fueran auténticas islas en medio del mar. No faltaban tampoco los cocodrilos y peces de gran tamaño. El propio Alejandro, tras contemplar el Indo, creyó haber descubierto por fin las fuentes del Nilo, dado el parecido entre la fauna y la flora de ambos ríos, pero cambió de idea más tarde al avanzar por su curso y tener noticias de que desembocaba en el océano.

La flora y la fauna de la zona causaron también asombro y sorpresa entre los macedonios y, a la vez, despertaron el interés científico de los expertos que viajaban entre ellos, a los que Alejandro había encargado reunir ejemplares y especímenes para su estudio y catalogación. Los ecos de estos descubrimientos se perciben en obras de carácter científico como el tratado de botánica de Teofrasto, discípulo de Aristóteles, y otros similares que albergó la biblioteca de Alejandría. Seguramente se trataba de un plátano o, quizá, de un mango. Otros árboles tenían extrañas raíces y unas hojas cuyo tamaño no era menor que el de un escudo. Los griegos hallaron igualmente plantas desconocidas y de vivos colores. Las había venenosas, pero otras tenían propiedades medicinales que se apresuraron a aprovechar. Una vez conocido su uso con ayuda de expertos locales, las emplearon para curar a quienes caían enfermos por las severas condiciones climáticas que tenían que soportar, con constantes lluvias que llegaban a pudrir sus ropas y a oxidar sus armas, o por las picaduras de las muchas clases de serpientes e insectos que inundaban el país. La variada fauna india fue también una revelación para los expedicionarios griegos: tigres, papagayos, rinocerontes… Contemplaron numerosas clases de simios, algunos de una talla tan excepcional que al verlos desde la distancia, en unas montañas, los macedonios los confundieron con un ejército en formación. Los animales que más impresionaron a los invasores fueron los elefantes, sobre todo por su empleo como arma de guerra. Los elefantes se convirtieron, además, en un preciado botín de guerra o en un regalo que Alejandro recibía con agrado de los diferentes monarcas indios que se le sometían en su imparable avance militar.

Los macedonios encontraron asimismo serpientes de gran tamaño, como las pitones de casi siete metros que el rey indio Abisares regaló a Alejandro en el momento de su rendición. Un cronista mostraba su asombro por el número y ferocidad de estas serpientes, que eran una amenaza permanente para los nativos: “En la época de las lluvias se refugiaban en los pueblos más altos y, por tanto, los nativos construían las camas muy por encima del suelo, y aun así se veían forzados a abandonar sus hogares debido a esta abrumadora invasión”. Las regiones que atravesaron los macedonios estaban muy pobladas, con infinidad de aldeas y ciudades. Se decía que entre los ríos Hipanis e Hidaspes había nada menos que cinco mil ciudades, y su tamaño generalmente era muy superior al de las ciudades griegas, como pudieron comprobar en el caso de Taxila o Sangala. Además, las plazas estaban fortificadas y defendidas por combatientes experimentados, armados con grandes arcos y temibles carros de guerra, y sus monarcas aparecían engalanados con piedras preciosas y seguidos por suntuosos y espectaculares cortejos. Los usos y las costumbres del pueblo indio resultaban de lo más exótico para los griegos, empezando por su atavío.

La conquista de la India por Alejandro Magno sirvió para concienciar al monarca macedonio y a sus hombres de las enormes dimensiones del continente, que se extendía mucho más allá del punto hasta el que habían llegado y de lo que las especulaciones previas de los griegos suponían. Gracias a las conquistas y sus descubrimientos, la lejana India quedó mejor integrada en la representación griega del mundo, como se aprecia en el nuevo mapa del orbe trazado en el siglo III a. e. c. y que se hallaba en la Biblioteca de Alejandría y posteriormente ampliado por Tolomeo en el siglo II de la era común. Pero a pesar de todos estos contactos, la India, aquella tierra ubicada en los confines del mundo, mantendría casi intacta su carga legendaria, un infinito bagaje de fantasías y fabulaciones que durante siglos seguirían asociándose con ella. Y esta historia continúa…

“Grecia en la India”. F. Wulff Alonso. Akal, Madrid, 2008.

“La India en la literatura griega”. M. Albadalejo Vivero. Universidad de Alcalá de Henares, 2005.

“Tierras fabulosas de la Antigüedad”. F. J. Gómez Espelosín. Universidad de Alcalá de Henares, 1995.

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