¡Cómo cansa ser judío!
LA PALABRA – En España y en muchos países de habla hispana, millares de personas indagan su genealogía a la búsqueda de las huellas de su identidad judía. Junto a las conversiones forzosas, nuestra historia también está plagada de millones de casos de “asimilados”, que es como denominamos a aquellos que aun siendo judíos según las leyes religiosas (por ser engendrados de vientre judío), han abandonado todas sus señas de identidad: ni religión, ni idioma, ni cultura, ni empatía grupal. El propio hijo de uno de los principales filósofos modernos del judaísmo (Moses Mendelsohn) se bautizó así como su mujer judía y sus hijos (entre ellos el famoso compositor Felix) y añadieron a su apellido el nombre de una finca (Bartholdy) para difuminar el rastro judío.
A pesar de estos esfuerzos, Wagner (cuya carrera se basó en la ayuda de los judíos de la época), le recordó y recriminó su origen, como décadas más tarde lo harían las Leyes de Nuremberg que sellarían el destino de las personas por la cuna, ni siquiera por la propia, sino por la de sus padres o abuelos. Siglos antes, como respuesta al Edicto de Expulsión promulgado por los reyes de España en 1492, muchos se acogieron al bautismo, algunos motivados por sus posesiones terrenales (que perderían si se exiliaban), otros sinceramente o por “asimilarse” y ser un súbdito más en la unificación de las coronas del país. Ellos también debieron sentirse decepcionados al comprobar -por las denuncias y los conceptos de “cristiano nuevo” y “limpieza de sangre”- que uno puedo decidir dejar de ser quien es, pero ello no hace que los demás dejen de verte como lo que fuiste.
Decía Sartre que la identidad judía surge de esta marginación de los demás. Sorprendentemente, el único sitio en la tierra donde un judío puede dejar de sentirse especial y señalado es el estado judío, en Israel, país en el que la palabra judaísmo (yahadút) está asociada únicamente a la religión y no a la cultura, la lengua, la forma de ser. Pero esta disociación es sólo aparente: el antisemitismo superado al abandonar la diáspora se transforma en odio a Israel, más allá de sus políticas, por el mero hecho de existir. La forma de ser del israelí tampoco se parece ni a sus vecinos regionales, ni a los modelos occidentales (europeos y norteamericanos) que pretende emular.
A pesar de las realidades tan distintas que vive un judío en Israel, en España, en París, Nueva York o Buenos Aires, hay algo en común a todos ellos: ser judío cansa. Pero mucho. Cuando uno no está explicando por qué apoya a Israel, está explicando por qué no la apoya. Seguir los preceptos religiosos exige casi el mismo esfuerzo que el no seguirlos y justificar por qué no se hace. Explicar en hebreo se dice lehasbir, y de allí viene la denostada palabra hasbará que algunos creen que es una forma oculta de propaganda israelí, cuando en realidad la gente lo hace gratuitamente y de forma voluntaria. Explicar, explicarse: como si eso sirviera para algo (a la luz del creciente cariño que el mundo profesa a judíos e israelíes últimamente). Mi padre lo llamaba en ídish: red tzum lomp, hablar a las lámparas, a las paredes, gastar saliva.
Sabemos que la eficacia de la lógica y la fundamentación científica no han servido, pero seguimos intentándolo. Es una de nuestras señas de identidad más profundas, que no borra ni la crisis de fe, ni el apartarse de la familia y las raíces, ni el renegar de todo, de Dios para abajo. Eso sí: cansa. Pero mucho. Quizás por eso somos el pueblo que inventó el día de descanso, para al menos no tener que explicar nada una vez a la semana.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad