Del Big Bang al Big Bluff
LA PALABRA – Soy consciente que estas palabras no serán del agrado de muchos. Si hasta hace un par de días uno preguntaba a cualquiera por el nombre de un científico vivo, seguramente darían el nombre de Stephen Hawking, el hombre que fue el icono por excelencia de la inteligencia, la ciencia, la superación. Más de uno se preguntará entonces por qué nunca recibió un premio Nobel, pero este galardón se entrega por haber descubierto o desarrollado algo, no sólo por exponer teorías. A diferencia de las formuladas por Darwin, Einstein o Bohr, el nombre de Hawking a duras penas puede asociarse a una teoría, la relativa a la “evaporación” de los agujeros negros por emisión de radiación que expuso como su gran hallazgo después de leerla, criticarla y negársela durante dos años a un tal Jacob David Bekenstein, otro físico teórico y astrónomo, en este caso estadounidense e israelí nacido en México en 1947 y fallecido sin que usted ni yo lo viéramos en la televisión ni en el cine, que investigó la relación entre los agujeros negros, su entropía y su relación con la teoría de la información.
Las esquelas de Hawking destacan su inteligencia y estiman su coeficiente en 160, muy por encima de la media. Lo sorprendente es que la misma cifra se atribuye al director de cine Quentin Tarantino, por ejemplo, y bastante más (unos 180) a un actor llamado James Woods, cuya cara puede que reconozca de alguna película, pero no tanto como la del sabio Stephen Hawking. Es muy probable que en Google encuentre más referencias al físico teórico, astrofísico y cosmólogo británico por sus apariciones y cameos en medios audiovisuales (incluidos Los Simpson o la serie The Big Bang Theory) con la imagen típica y el sonido de su sistema de síntesis vocal, que citas de sus hallazgos en artículos científicos.
Hace 30 años leí con mucha atención su “Breve historia del tiempo” y recuerdo su obsesión por recalcar su ateísmo a la par que sus menciones a dios; y la suplantación de este ser sobrenatural por un concepto (la singularidad) que en definitiva es equivalente, es decir, un espacio-tiempo en el que desaparecen las leyes y fuerzas de la naturaleza, una situación “infinita”, fuera del universo conocido pero capaz de crearlo. El mensaje más claro era el del título del libro: voy a contar lo que, según expongo, no existe (la historia, el paso del tiempo) de algo que no existe (el propio tiempo). Sólo al alcance de gentes cuyo tránsito por la vida (como él, para quién el tiempo no era más que una entelequia, pero en cuya prolongación basó el milagro de su propia existencia) se tradujo en la falta de una brújula moral para el “tikún olám”, para dedicar algo de su capacidad para mejorar el mundo, como cuando apoyó el boicot a otros profesores, tanto o más inteligentes que él, algunos de los cuales dedicaron sus esfuerzos (anónimos para el gran público) a paliar dolores como los que lo aquejaban y a abrir, gracias a la tecnología, las puertas de la comunicación que le iba cerrando la enfermedad, sólo por el hecho de ser israelíes. Él, que empezó como un Big Bang de los límites infinitos del pensamiento y acabó implosionando como un Big Bluff, devorado por la ingratitud y la justicia que proclamaba defender.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad