El castillo de naipes de la paz

LA PALABRA – Cuando en septiembre de 1993 la televisión mostraba las imágenes de la firma de los Acuerdos de Oslo en Washington, escenificada con las manos cruzadas del Primer Ministro israelí y el hasta hace muy poco enemigo público número uno del país, Yasser Arafat, parecía que aquella predicción de un académico japonés respecto al “final de la historia” se cumplía. Pero no todos lo vivieron igual. En ambos bandos se gestaban resistencias internas que no se fiaban de las intenciones del otro, hasta el punto de enfrentarse con virulencia a sus propios líderes.
Dos años y poco después, uno de aquellos enemigos del proceso de paz acabó con la vida de Itzhak Rabin. En los miles de años que llevamos registrando nuestra memoria colectiva como pueblo no recuerdo otro caso de magnicidio. A la mañana siguiente, me llamaron de Televisión Española ya que no conseguían contactar con la embajada y las agencias oficiales de traducción para cubrir el funeral. En la cabina había otro par de traductores para los oradores extranjeros: una del inglés y otro del árabe, un joven palestino afincado en España que me dejó su tarjeta de visita y me ofreció su ayuda si me atascaba con el hebreo. En aquellos momentos nos sentimos más hermanados entre nosotros, incondicionales del proceso en marcha, que con el resto de españoles que pululaban por el estudio y para los cuales lo que pasaba en Oriente Próximo quedaba todavía muy lejos de sus vidas.
Sin embargo lo que siguió fue descorazonador. Un par de tiros por la espalda fueron suficiente para hacer desbarrar la ingente labor de años de contactos, ilusiones, cambio de posturas, relecturas: aprender a verse en los ojos del otro. La historia que aprendimos nos enseñó que los procesos, las tendencias, las corrientes, son más poderosos que los individuos, que sólo desempeñamos un papel más (aunque sea el de protagonista) en una trama que avanza con una lógica propia. Esta vez, no obstante, bastó una muerte en la larga lista de víctimas de un conflicto casi centenario para que todo se desmoronara como un castillo de naipes majestuoso al que una brisa de la historia dejó escombrado de esperanzas.
¿Hubiera llegado la ansiada paz entre israelíes y palestinos si Rabin hubiera sobrevivido? Nunca lo sabremos, como tampoco qué hubiera sido de Arafat si se hubiera animado a coronar esa u otra de las oportunidades que tuvo para crear un estado independiente. Pero sí tengo la certeza íntima de que en algún momento tendremos que ponernos a levantar una nueva realidad. Pero esta vez, por favor, con ladrillos sólidos, aunque no lleguen a rozar el cielo.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad

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