El nacionalismo musical transversal de la Haskalá

MAHLER: EL COMPOSITOR NACIONALISTA DE LA ASIMILACIÓN – El 7 de julio del 2010 Radio Sefarad, la emisora de radio por Internet de la Federación de Comunidades Judías de España con la que tengo el orgullo de colaborar, comenzó la emisión de un nuevo espacio semanal llamado “Mahler 150” en alusión al 150º aniversario del nacimiento del gran compositor y director de orquesta, un 7 de julio de 1860. El ciclo continuará hasta el 18 de mayo del 2011, cuando se cumpla una nueva efemérides del autor, con el centenario de su muerte. Durante esas 46 entregas hemos pretendido abordar la vida y obra de Mahler en su integridad, tanto a través de la emisión de su música, como de entrevistas con expertos en los más variados aspectos de dicho personaje: compositores, musicólogos, directores de orquesta, cantantes, psicólogos, médicos, fans…

Este proyecto ha sido posible, entre otras razones, por lo “abarcable” del catálogo de Mahler que, a diferencia de otros compositores, tiene una producción creativa de la máxima calidad, pero limitada: una decena de sinfonías y varios ciclos de canciones, con una mínima presencia testimonial en géneros como la música de cámara, y nula en otros como la ópera o la música religiosa. Un ciclo similar para el caso de Mendelssohn, por ejemplo, debería ser mucho más extenso y seguramente resultaría más difícil encontrar grabaciones para todas sus obras. No así en el caso de Mahler en el que, justamente, la tónica desde hace algunas décadas es grabar la integral de sus sinfonías, lo que abona el terreno para una comparativa muy selectiva de las mejores interpretaciones.

El caso de Mahler es único por varias razones, y quizás la más significativa es su aceptación popular. Es el compositor sinfónico quizás más interpretado hoy día, superando a sus maestros y modelos como Brahms o el propio Beethoven. Por ello resulta asombroso pensar que no sólo no siempre fue así, sino todo lo contrario; que durante décadas del siglo XX sólo unos contados directores se animaban a programar alguna de sus sinfonías en contra del parecer de los propios músicos de las orquestas. ¿A qué se debía esa ausencia clamorosa? Una de las razones podría ser que hasta hace muy poco tiempo, los que marcaban la pauta de la programación musical en el mundo eran las orquestas y casas de ópera germánicas, a las que les ha costado mucho desprenderse de los prejuicios antisemitas que les fueron impuestos desde la década de los años 30 por la ideología racista. Pero seguramente no es la única razón.

Entre los pocos directores que conservaron el legado sinfónico mahleriano destacan sus alumnos directos Bruno Walter y Otto Klemperer, como él mismo, ambos judíos que debieron “irse con la música a otra parte” en las décadas mencionadas del eclipse moral europeo. A través de uno de ellos, Bruno Walter, mentor de una joven promesa de la batuta en el Nuevo Continente llamado Leonard Bernstein, las sinfonías de Mahler volvieron a ocupar el lugar que les correspondía, primero en los atriles de una de las últimas orquestas que dirigió el compositor, la Filarmónica de Nueva York (aunque entonces se llamaba de otra manera) y luego en el resto del mundo. Nos contó en entrevista radiofónica su hija Jamie Bernstein, que su padre tuvo que parar los ensayos de la sinfónica de Viena, heredera de la orquesta que durante un decenio dirigió Mahler, para echarles en cara el escaso interés que estaban demostrando en la interpretación de una música -salida de su seno y a ellos dirigida- que había conquistado el mundo entero.

La unicidad del caso Mahler se traduce a veces en múltiples e interesantes maneras personales de descubrirlo y valorarlo. A través de las entrevistas con los expertos he comprobado que dicho encuentro muchas veces adquirió un significado revelador de contenidos estéticos y aún de intenciones morales. Hubo quien me habló de Mahler como el romántico más exacerbado, incluso patológico, mientras que otro ve en él los signos de nuevos tiempos, a un revolucionario del lenguaje musical que abre el camino hacia el atonalismo y experimentalismo que van a caracterizar el inicio del siglo XX. Para unos es víctima de un padre opresor y para otros lo contrario, producto de la comprensión infinita en tiempos difíciles. Y más allá del personaje mismo, son múltiples y encontradas las experiencias con su obra. En la serie radiofónica pueden oírse muchos de estos testimonios de lo que he dado en llamar “mi Mahler”, a los que me gustaría añadir el mío particular.

No sé exactamente cuándo, pero la televisión argentina en algún momento de mi infancia retransmitió algunos capítulos de la serie Young People’s Concerts que la Filarmónica de Nueva York, con Leonard Bernstein al frente, dedicaba a la difusión de la música clásica entre el público infantil. Uno de los capítulos trataba de Mahler, específicamente de su Primera Sinfonía, en cuyo tercer movimiento puede oírse claramente unos temas musicales que muchos han interpretado como melodías folklóricas eslavas, pero que incluso para un niño judío sin gran formación musical en Argentina eran evidentemente algún tipo de música propia: jasídica, klezmer, ashkenazí… Por tanto, para mí quedó claro, a falta de mayores conocimientos entonces, que Mahler era un compositor clásico que se dedicaba a hacer… música judía.

Años más tarde estudié composición musical y musicología en la Universidad de Tel-Aviv, Israel. Una de las vertientes más interesantes que teníamos los jóvenes creadores para dar a conocer nuestra música al público eran los conciertos de la red estatal Omanut Laám, Arte para el pueblo, que llevaba la voz de los jóvenes creadores e intérpretes a escuelas, kibutzím, etc. Ya por entonces, Daniel Barenboim había decidido pasarse a la batuta e intentaba una y otra vez hacer que la Filarmónica Israelí tocase Wagner, compositor vetado moralmente por los supervivientes del Holocausto por su declarado antisemitismo. Yo sostenía entonces que era imposible seguir vetando a quien fuera el compositor más importante del fin del siglo XIX, pero uno de los responsables de la mencionada red estatal me sorprendió declarando que no era él, sino Mahler el que ostentaba dicho honor. Al principio pensé que me lo decía en broma. Hoy día, 30 años después, comparto su opinión, no sólo porque mi valoración de Wagner se haya relativizado (considerando que, en el fondo, la música, para el alemán, no era más que un elemento accesorio para el verdadero objetivo de su creación, el drama total que se traduce en sus óperas y ciclos de óperas), sino porque la sombra de Mahler ha ido alargándose desde entonces hacia el horizonte, y su valoración, sorprendentemente, después de décadas de estudio y trabajo, me ha devuelto a ese primer juicio intuitivo: un compositor clásico de música judía. Evidentemente, se trata de una mera opinión personal y no objetiva, como las que personas tan poco sospechosas de antisemitismo como los directores Toscanini y Celebidache expresaron tan negativamente sobre la obra de Mahler.

¿Por qué música judía? ¿Acaso no renunció Gustav Mahler a la fe de sus antepasados y se convirtió al cristianismo? ¿No dan suficiente prueba de ello los textos y las metáforas alegóricas de sus obras, por ejemplo, la Resurrección de su Segunda Sinfonía? Parafraseando al crítico francés André Tubeuf al referirse al pianista polaco-americano, judío convertido al cristianismo, Mieczyslav Horszowski, “fue tan intensamente judío como católico, como sólo un polaco podría serlo”, cabría decir de Mahler que su cristianismo fue tan intenso, intelectual y absorbente como sólo podría profesarlo un judío. Lo que despista, mirando con las gafas de nuestra posición actual en el tiempo, es que su judaísmo aparece siempre disfrazado de seres imposibles, como señalara Theodor Adorno en cuanto a su utilización de la poesía popular alemana del Cuerno maravilloso de la juventud o de los poemas chinos en La canción de la tierra, que no serían sino ejercicios para “enmascarar la falta de raíces y la otrosidad de su ser judío”.

A pesar de que muchos han analizado la vida y obra de Mahler y hablado de su romanticismo, ninguno que yo conozca ha abordado hasta ahora una cuestión. El romanticismo se caracteriza por su reacción contra el espíritu racional y crítico, dando prioridad al yo y a una valoración de lo diferente frente a lo común, lo que conlleva una fuerte tendencia nacionalista. Pero entonces, ¿dónde está el nacionalismo de Mahler? ¿Qué viene a reivindicar con su música: a su terruño bohemio de Kalischt donde nació, a la ciudad morava de Jihlava donde creció, a la minoría germano-parlante dentro de Chequia a la que pertenecía, a la capital austriaca del Imperio en la que prosperó, a los pueblos de habla alemana de Europa Central? Creo que la clave está, por una vez y sin que sirva de precedente, en pensar en un nacionalismo al margen de la geografía, porque estamos hablando de una nación sin territorio propio. Un pueblo transversal que en esta parte del Viejo Continente (que habita desde mucho antes que los demás pueblos supieran cómo llamarse a sí mismos), llevaba entonces apenas algunas décadas atisbando el permiso de integrarse: desde la emancipación otorgada bajo dominio napoleónico a los aires renovadores de la ilustración judía, la Haskalá, y hasta llegar a los mínimos avances en la libertad de los judíos del Imperio Austro-Húngaro que permitieron a las generaciones inmediatas inundar de talento las aulas de las universidades con Freuds, Herzls, Schnitzlers…

Mahler se convierte en el compositor nacionalista de los judíos emancipados de la Europa Central, en la voz (definitivamente ya en lengua vernácula, nunca más en ídish) de la Haskalá, en el verdadero nieto de su fundador Moses Mendelssohn, en lugar del propio Felix al que su padre recomienda apellidarse únicamente Bartholdy (como el nombre de su finca) para medrar en la sociedad. La música de Mahler canta el folklore de los judíos asimilados, conversos y convencidos de que en estos sacrificios está la clave para dejar de ser lo que son y que tanto dolor social les produce. Su música es la tradicional de los que se enorgullecen de nuestro Mahler, en alemán undzer Mahler. De los portadores de un sueño de la propia disolución que pronto se convertiría en la pesadilla nazi que les abofetearía la verdad de que nunca fueron admitidos y nunca lo serían. Una nacionalidad de la que Mahler era su himnario y que estalló en pedazos sin posibilidad de recomposición, como una pompa de jabón.

Por eso, también, la música de Mahler tardó tanto en volver a sonar en los escenarios europeos, incluso después de caer el régimen que lo excluía. Porque era la música nacionalista de un pueblo ya inexistente, transformado por la propia emergencia del Estado de Israel que dota por primera vez en 2000 años de territorialidad geográfica al pueblo judío en general, así como por el recuerdo del horror de la Shoá y la constancia de que la disolución, el despojarse de lo que uno es, siempre lleva a callejones sin salida.

¿Dónde anidan en Mahler los pájaros de este nacionalismo del judaísmo integrado? El clarinetista alemán Helmut Eisel ha dicho que el klezmer, el músico popular judío ashkenazí de la zona de confinamiento en Polonia y Rusia (muchas veces iletrado y vagabundo), no toca música, sino que habla, reza y consuela con su instrumento. De modo análogo, Mahler no compone música en un sentido estricto, sino que habla, reza y consuela con la orquesta y las voces. En lugar de la armonía o cualquier otro planteamiento formal, prima lo que los cabalistas llaman la kavaná, la intención, que llega al punto de desnudar de palabras los himnos o nign de los místicos jasidistas para facilitar la magia del diálogo con lo divino. Mahler opta por una táctica, por una kavaná propia, que desconcierta a los puristas, culminando el éxtasis de la complejidad armónica en una caída libre hacia la simplicidad y cercanía de las melodías populares, como en el citado pasaje del tercer movimiento de la Primera Sinfonía de mi infancia, cuando de una versión minorizada y dramática del Frère Jacques pasamos al baile alegre y simplón del klezmer, del instrumento que consuela. [CITA PRIMERA] Y los que se escandalicen del procedimiento no tienen más que volver a oír la obra culmen del sinfonismo alemán, el último movimiento coral de la Novena Sinfonía de Beethoven, en la que al coro enardecido de la hermandad entre los hombres sigue una bailarina y simplona marcha turca amenizada con platillos. ¿Quizás está Beethoven señalándonos en el final de su vida una kavaná ideológica, una redención de la humanidad que llega de Oriente? [CITA BEETHOVEN]

Leonard Bernstein no fue el único, ni el primero, en abordar la obra de Mahler desde la perspectiva de un compositor judío. Max Brod, editor de Kafka pero también escritor y compositor, destacó ya en 1915 la mezcla de estilos en la música de Mahler, incluyendo temas y ritmos judíos, junto a la clásica de Beethoven, la austriaca de Schubert y Bruckner y la bohemia de Smetana. No lo estimaron así destacados analistas no judíos como el inglés Neville Cardus, que insiste en considerar a Mahler un completo austriaco en lo musical, sin que en su obra asome voz “hebrea” alguna. Sin embargo, aunque no existiese en las partituras escritas por Mahler ni una sola cita del repertorio, popular o litúrgico judío, su criticado y reiterado procedimiento de juntar el drama superlativo y la simpleza de una música popular para baile, parece responder a un patrón estético específico de la tradición judía, que aflora incluso en géneros tan poco intelectuales como las improvisaciones del klezmer: el kvech, el pellizco, el escalofrío de lo agrio dentro de lo dulce, la mezcla irreverente de lo divino y lo terrenal. Un procedimiento de juxtaposición que puede retrotraerse a la obra más temprana de Mahler, una polka con una introducción de música fúnebre.

El musicólogo checo Vladimir Karbusicky se atreve incluso a ir más lejos y nos obliga a replantearnos el error de interpretación de la Segunda Sinfonía como una obra cristiana. Ciertamente es conocida por el apodo de Resurrección por el título del poema de Klopstock del que Mahler usa apenas dos versos en el coro final. Sin embargo, la visión que desgrana del apocalipsis y la resurrección es una mezcla de la judía, la de la tejiat hametím, la resurrección de los muertos en el día del Juicio Final, y la visión cristiana ejemplificada en el coro. [CITA SEGUNDA] Karbusicky justifica la parte judía interpretando el motivo en quintas del inicio del último movimiento de la Segunda Sinfonía como una llamada del shofar, el cuerno sagrado que derribó las murallas de Jericó y anunciará la llegada del Mesías. [CITA SHOFAR]

Otros ven la huella judía desde la crítica racista, como el alemán Rudolf Louis, quien en 1909 declaraba: “Lo que me parece especialmente repelente de la música de Mahler es el pronunciado carácter judío subyacente… Lo aborrezco porque habla en ídish. O sea, habla el lenguaje de la música alemana, pero con acento, con la entonación y sobre todo los gestos de un judío muy oriental”. Este acento extraño fue confundido por los nazis incluso con los elementos del modernismo, que culminaron con la incorporación de muchos compositores no judíos en la exposición de la “Música degenerada” de mayo de 1938. Sin embargo, pese a que el punto de partida de Louis es el racismo antisemita, hay algo que no deja de ser cierto: la música de Mahler habla el lenguaje de la tradición germánica pero con una voz y tono particulares, una diferencia que algunos derivan de su origen judío y otros interpretan como una actitud modernista, que incluiría la ironía, la parodia y la exageración como ladrillos básicos del discurso estético.

El filósofo y musicólogo francés Vladimir Jankelévitch centra la óptica judía de la música de Mahler en otro elemento, la auto-interrogación que aflora especialmente en los scherzos de sus sinfonías. Por su parte, el historiador austriaco Stephen Beller señala en su “Viena y los judíos” que ”donde el ario veía siempre claramente cada situación, el judío veía varias posibilidades, lo que restaba unidad a su carácter. Le faltaba Einfalt o sea, convencimiento”.

Aún tan ocultos o dudosos sus rasgos nacionalistas, ello no fue óbice para sufrir, antes y después de su conversión, furibundos ataques antisemitas que atribuyen su “degeneración musical” más a su herencia genética (la impureza de sangre) que a la temática de sus obras (casi todas cristianas y germanas) o su estilo. Incluso en el plano de la dirección de orquestas, en el que fue el mejor de su época (hay quien afirma el mejor de todas las épocas), tuvo que dimitir de la orquesta y casa imperial de ópera que dirigía por la presión de los antisemitas, para quienes sus diez años de conversión religiosa de nada habían servido. Ya se habían apagado los ecos de los elogios de críticos que, a pesar de sus convicciones declaradamente antisemitas, como Hans Ritter de Praga, se rendían “ante la obra de este brujo judío nitscheano”.

El profesor estadounidense de musicología K. M. Knittel relata cómo Mahler fue caricaturizado en su fisonomía, gestos y lenguaje corporal para denigrar su estilo de dirección orquestal, a menudo tachado de demoníaco, nervioso y demás estereotipos antisemitas. Al respecto, resulta interesante comprobar que los críticos estadounidenses se quedan justamente asombrados de la sobriedad de su lenguaje corporal como director de orquesta, sin las poses y gestos innecesarios de un prima donna. De modo análogo habrá de juzgarse su interés por otras culturas (pensemos en la poesía china de La canción de la tierra), que a ojos de los antisemitas denotaría su cosmopolitismo sin raíces (como lo llamaría Stalin décadas más tarde), y su afán de popularidad y falta de originalidad, una evidencia más de la presunta tendencia judía a la imitación.

Mahler se había convertido al catolicismo, pero sabía que ello no lo haría menos judío a los ojos de los antisemitas. En una carta a Oskar Fried, como él judío director de orquesta y compositor aunque nacido en Berlín, le recomienda “No olvides que no podemos hacer nada sobre nuestro ser judío, nuestro principal error. Sólo debemos intentar moderar un poco los aspectos superficiales de nuestra naturaleza que realmente molestan, y ceder lo menos posible en los asuntos importantes”. ¿Cuáles eran los aspectos superficiales y cuáles los importantes? Quizás la respuesta esté en otras cartas familiares. Por ejemplo, en la que envió en 1903 a su hermana Justine desde Lemberg o Lviv, actualmente en Ucrania, en la que relata la muy desagradable impresión que le causó la falta de pulcritud de un judío ortodoxo lugareño. Antes, en 1892, en otra carta a Justine desde Hamburgo se quejaba de una tal Srta. Lourié, “que es la típica judía rusa, que me trató de una manera tan insistente e indecente, que me vi obligado a desairarla directamente”. Y el mismo año de la carta de Ucrania escribe a su hermana desde Wiesbaden y le echa en cara su susceptibilidad diciéndole algo así como “no te pongas judía”. Los aspectos superficiales a desterrar serían entonces una indumentaria y aspecto distintivos (especialmente las barbas, elemento que nunca decoró la cara de Mahler según la iconografía y testimonios escritos disponibles, y que el compositor asociaba a la higiene o falta de ella), la insistencia (asociada seguramente a la imagen o estereotipo del judío comerciante) y la susceptibilidad (o hipersensibilidad a las críticas, otra supuesta característica judía).

Lo que no queda suficientemente claro es cuáles son los “asuntos importantes” de la identidad judía en los que no debe cederse. Dada la biografía del artista, me inclinaría por el precepto talmúdico de la ayuda mutua, el “kol israel arevim ze le ze”, todo el pueblo de Israel depende uno del otro, cada judío es responsable de los demás judíos. Porque casi siempre fueron otros judíos como él, de cuna aunque muchos ya conversos y casi totalmente disueltos en la sociedad germano-parlante (que no asimilados ya que la asimilación implica la aceptación de la mayoría que nunca fue tal, como el tiempo se encargaría de demostrar bestialmente) los que pavimentaron su ascenso a la gloria. Los primeros, los Grünfeld de Praga, que llegarían a ser destacadísimos músicos, pero cuya conducta sexual escandalizó al adolescente Gustav cuando pasó una temporada en su casa para poder estudiar en la ciudad. Luego fue Julius Epstein, el director del Conservatorio de Viena que después de escuchar tan sólo cinco minutos del joven al piano, previno a su padre (un humilde tabernero que no sabía cómo encauzar la “extraña” vocación de uno de los 14 hijos que tuvo), que el muchacho era un músico nato.

En dicha institución Gustav Mahler hizo amigos para toda la vida como el que sería el pionero de la musicología moderna Guido Adler, como él nacido en un pequeño pueblo de Moravia y que gracias al edicto de permiso para vivir fuera de las áreas asignadas a los judíos que el emperador austro-húngaro proclamó en los años 60 del siglo XIX, pudo ir a estudiar a la capital. Otros compañeros de la época estudiantil fueron el abogado socialista Emil Freund y el escritor y poeta Sigfried (Salomo) Lipiner, admirado incluso por Wagner y Nietsche.

En el plano profesional, al acabar los estudios en 1880, cierto Gustav Löwy (o Levi) fue su agente durante una década en la que dirigió las orquestas de las principales capitales de provincia del imperio. En 1885, entre su partida de Kassel y la convocatoria para dirigir en Leipzig, Mahler aceptó la invitación del empresario de la Ópera de Praga Angelo Neumann, especializado en Wagner, para quien dirigió El anillo de los nibelungos y Las valquirias. En 1891 quien lo contrataría para la Ópera de Hamburgo, su plataforma definitiva para acceder al máximo cargo en la Ópera Imperial de Viena, fue Bernhard Pollini, apellido artístico que oculta el verdadero nombre de Bernhard Baruch Pohl.

Por supuesto, los judíos integrados no sólo pertenecían al círculo artístico. Así, mantuvo una profunda amistad con el físico Arnold Berliner y ya al final de su vida, la consulta terapéutica más intensiva imaginable con Sigmund Freud, que éste siempre recordó con afecto y admiración.

En el plano familiar, dos de sus hermanas, Justine y Emma (en realidad, las únicas de la vasta prole que sobrevivieron hasta edad adulta) se casaron ambas con sendos hermanos de la familia Rosé (Rosenblum originalmente), virtuosos en el violín y el chelo, fundadores del famoso Cuarteto Rosé. Arnold llegó a ser el primer violín de la filarmónica vienesa durante medio siglo. Su hija, Alma, también eximia violinista, murió dirigiendo una orquesta femenina en el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau.

En el plano de sus seguidores y acólitos, fueron mayoritariamente judíos en todos los planos profesionales: en la composición, Arnold Schoenberg (que en 1933 retorna al judaísmo después de haberse convertido al luteranismo en 1898) y en la dirección orquestal, Bruno Walter y Otto Klemperer, y a través del primero de estos a Leonard Bernstein, que revive su música 50 años después de su muerte, cumpliendo con la profecía del propio Mahler: “Aún no ha llegado mi tiempo”.

Si este fuera el obituario de Mahler o el mundo se hubiera acabado un par de décadas después de su muerte, podríamos decir que fue el ejemplo de hasta dónde puede llegar un judío verdaderamente integrado, sin cargas de religiones ancestrales y otras señas más que las de su propia herencia genética. Más que un abanderado, sería la propia bandera de la asimilación, de la vía no sionista para encontrar un lugar bajo el sol, héroe de la burguesía judía centro-europea que lo vitoreó especialmente a partir del estreno de su Tercera Sinfonía. Tomando en cuenta su conversión al catolicismo, su posición como director de la ópera imperial y su boda con una belleza de reconocido prestigio social como Alma Schindler, el historiador austriaco Stephen Beller sugiere que “en lo que a parafernalia externa de asimilación se refiere, llegó más lejos que lo que cualquier otro de ascendencia judía aspiró a alcanzar”. Mahler fue en ello igual a los de su generación de judíos austro-alemanes asimilados, pero excepcional en su nivel de logros.

Pero, desgraciadamente, la historia continuó y fue otra. Y Mahler fue borrado y desterrado de la memoria nacional austriaca y germánica, porque para los nazis, como para el resto de antisemitas el “problema judío” nunca fue religioso, sino racial, mentiras sobre unos rasgos genéticos imborrables por definición, que inoculan la pureza de las otras razas y las contaminan. Evidencias de nula base científica, pero que sin embargo encandilaron a varias naciones de la vieja Europa en distintas épocas, ¿o hace falta recordar los juicios inquisitoriales de “limpieza de sangre” de los conversos españoles después de la expulsión de los judíos? A partir de 1933, la bandera con la imagen de Mahler marcharía al frente de un ejército de sombras atónitas y asesinadas, de los que pensaban que estaban integrados, que formaban parte de las naciones con cuyos valores y modos se habían identificado y fundido. La bandera de un nacionalismo perdido, masacrado de la manera más vil y traicionera, con una saña que nunca tuvieron para con sus enemigos o rivales auténticos.

Por eso le perdimos el rastro. Por eso no se reconoce el nacionalismo transversal del espíritu romántico en Mahler. Por eso fueron los músicos judíos, justamente los que no renegaron de su fe y que tendrían derecho a sentirse decepcionados por su conversión, los que mantuvieron la llama de su magia y la transmitieron a las siguientes generaciones hasta que el mundo estuvo en condiciones de “llegar” a Mahler, de dejar que su música nos hablara, rezara y consolara.

Jorge Rozemblum

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