LA PALABRA – En estos días en que todo el mundo civilizado rinde homenaje a las víctimas del holocausto judío, fue noticia el anuncio del próximo enjuiciamiento de un ciudadano alemán de 95 años por un crimen cometido hace más de 70, cuando era enfermero del campo de Auschwitz (al que los periódicos siguen calificando “de concentración”, obviando su principal objetivo de exterminio). Y resulta paradójico, ya que esa falta de “precisión semántica” forma parte de la acusación misma; es decir, que el hoy nonagenario era consciente de la misión de la que formaba parte y colaboró en el asesinato de cerca de cuatro mil personas.
Pasados tantos años, hay gente que en su buena fe pregunta si tiene sentido sentar en el banquillo a estos hoy inofensivos personajes, si no sería mejor pasar página y olvidar. Pero es que no sólo a las víctimas les es imposible borrar su memoria. También a los victimarios, ya que en la profundidad de su psique el odio sobrevive agazapado, pero latente, perenne. Y también la memoria de sus actos, como bunker impenetrable de su dignidad perdida a ojos del mundo, pero que algún día (cada vez más cerca, lo adivina…) espera sea reivindicada y glorificada.
Ese odio no caduca, como no caducará el que envenena hoy a jóvenes árabes, en Siria e Irak, en Jerusalén, Arara y Hebrón, pero también en París y Bruselas. Tratar de explicarlo en base a las políticas coloniales europeas o a los asentamientos israelíes va tan desenfocado como intentar justificar la shoá por los excesos del Tratado de Versalles. La mariposa en Madagascar no es culpable de la tormenta tropical que asola el Caribe, aunque según la teoría del caos pueda ser el desencadenante. No podemos echarle las culpas a la brisa de derrumbar un castillo de naipes, ni golpearnos el pecho y asumir la responsabilidad de las conductas asesinas de otros. Alguien sembró el odio y muchos lo regaron durante años para que creciera y fructificara, lo financiaron y le dieron una razón de existir hasta convertirlo en la única vía de escape al propio dolor del envenenamiento ideológico.
Es la droga más dura, la que genera mayor dependencia, sin casi posibilidad de rehabilitación. La que lleva al placer colectivo de la maldad, del regocijo infantil y primario de poder quebrar toda norma: el respeto a la vida (ajena y aún propia), el no causar dolor (físico y espiritual) gratuitamente, siendo valedor de la verdad absoluta y revelada sólo a los que tengan estómago para mirarse en el espejo y verse tal cual son, convirtiéndose en el brazo de la más potente de las emociones, capaz incluso de vencer al amor; en el instrumento de un odio que no caduca.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad