El retorno a Israel y la creación de su Estado (8ª parte): Herzl y el fin de la ilusión del judaísmo
MILÍM: LA HISTORIA DE LAS DIÁSPORAS, CON ALICIA BENMERGUI – En esta tarea de reflexionar sobre el pasado de Israel y el sionismo que contribuyó a su fundación queremos detenernos en esta figura clave que le dio el impulso necesario para sacar adelante el proyecto, pero que no fue el único, ni mucho menos, en esta titánica tarea de construir un Estado Judío. La imagen de Theodor Herzl, con su larga y enrulada barba negra, con la mirada soñadora dirigida hacia la lejanía con la que es representado en los innumerables cuadros que adornan las instituciones comunitarias, es una figura propia del romanticismo decimonónico. A nosotros nos importa ocuparnos más del hombre que del retrato. El romanticismo fue un movimiento que expresó las ilusiones y las amarguras de gran parte de la población europea ante los grandes cambios sobrevenidos con la emergencia del capitalismo y el apogeo del liberalismo. Estos hechos representaron para los judíos la posibilidad de integrarse finalmente a la sociedad que tan firmemente les había mantenido cerradas sus puertas por casi dos mil años. Gran número de ellos conoció un ascenso social y económico inusitado. El fenómeno de la Emancipación les había proporcionado, especialmente a los judíos del imperio austrohúngaro, la posibilidad de dejar atrás la existencia de extrema pobreza y exclusión propia de los guetos. Pero para fines del siglo XIX, el liberalismo estaba siendo cuestionado políticamente por sectores conservadores de la población, caracterizados por el nacionalismo y un antisemitismo virulento.
En ese ambiente había crecido Theodor Herzl, nacido y educado en Budapest, dentro de una familia de la próspera clase media judía, cuyos orígenes definidamente judaicos se habían ido desdibujando a medida que se sucedían las generaciones y aumentaba la fortuna familiar. Esa identidad heredada se había convertido en una tibia tradición, como lo era para la mayoría de la clase media alta judía en Hungría, donde el fenómeno de la asimilación y el apego al nacionalismo húngaro estaban a la orden del día. Los Herzl, a diferencia de los nacionalistas, estaban totalmente influidos por el habla y la cultura alemanas como consecuencia del fuerte ascendiente de la madre de Theodor, Jeannete Diamant, de origen judeogermánico. Era una mujer refinada y culta, educada en el laicismo, admiradora de la literatura alemana, que educó a su hijo en los valores cosmopolitas dominantes en la sociedad berlinesa de la época. La música, el estudio del inglés y el francés, la asistencia a funciones de teatro fueron una marca muy fuerte en la formación del temperamento de ese joven sensible y muy apegado a su madre. Su padre en cambio, aunque había tenido una educación secundaria (hecho no demasiado común por aquellos tiempos), había carecido de los refinamientos en los que había crecido su mujer. Había ascendido económicamente gracias al comercio y estaba profundamente alejado de la práctica religiosa.
El joven Theodor, nacido en una familia burguesa judía, era educado en todas las gracias sociales, al modo aristocrático. Cuidado y sobreprotegido, fue trasladado rápidamente de escuela cuando en ella se manifestó el creciente antisemitismo húngaro, siendo inscripto en un colegio evangélico, mayoritariamente frecuentado por estudiantes judíos. Sus aspiraciones no incluían una formación profesional, o el desarrollo de habilidades para ganar dinero o hacer fortuna. Sus objetivos apuntaban hacia un futuro dedicado al cultivo de las artes y del intelecto: su deseo era ser escritor y autor de teatro, para lo que sentía especialmente dotado. Sus padres aprobaban estos proyectos, pero deseaban que estudiara derecho para completar su formación. En la Universidad de Viena donde estudió, cultivaba un estilo elegante y refinado, tenía modales aristocráticos que acompañaba con una muy cuidadosa vestimenta. Si bien interiormente era una persona sensible y muy soñadora, un verdadero romántico, su porte exterior era orgulloso y altanero. Tenía un aire desdeñoso hacia el resto de los estudiantes, al que unía un lenguaje cínico o sarcástico que establecía su superioridad sobre el resto de los mortales. Sentía una gran inclinación por formar parte del cuerpo de oficiales del ejército o de los más altos estamentos burocráticos, pero para lograrlo necesitaba el acta de bautismo cristiano, paso que no se atrevió a dar para no causar el disgusto de sus padres. Sentía simpatía por el nacionalismo alemán, y formaba parte de la hermandad estudiantil Albia. Ser judío no era una cuestión que le provocara agrado: los judíos, como una minoría rechazada y aislada, le disgustaban y avergonzaban. En1882 había escrito en su diario que el encierro en los guetos y los matrimonios endogámicos los había “limitado física y mentalmente. Así se habían visto impedidos de mejorar su raza… El cruce de las razas occidentales con la así llamada oriental, en base a una religión estatal común es la solución más deseable”. Lo que era claro, aunque nunca lo hubiera reconocido, es que Herzl por aquella época era un individuo también aislado y frustrado socialmente. Sus aspiraciones como escritor se vieron defraudadas y también su lugar dentro de la Universidad.
La hermandad estudiantil alemana Albia, que era profundamente nacionalista, en ocasión de la muerte de Wagner en 1883 realizó una ceremonia muy antisemita en su homenaje. Herzl, ante este hecho, presentó su renuncia como judío y amante de la libertad, esperando secretamente que se la rechazaran, por lo que se sintió terriblemente humillado cuando le fue aceptada inmediatamente. Se sintió mirado y tratado con el mismo desprecio que a menudo él mismo dispensaba a sus propios correligionarios. No estaba dotado para la tarea de escritor de novelas o de teatro, pero sí en cambio para la de periodista, y después de trabajar por casi diez años como periodista independiente fue llamado a ocupar uno de los cargos más deseados, el de corresponsal en París del Neue Freie Presse. Entró allí de lleno en el ámbito de la política que lo devolvió al campo del liberalismo, lo integró a su condición de judío y lo convirtió en un líder sionista.
El momento de gloria del liberalismo austríaco había pasado. Herzl confiaba que en Francia eso no sucedería, pero lo alarmaba el creciente antisemitismo que comenzaba a hacerse visible allí desde la aparición de La France Juive y del diario La Libre Parole. Observaba con preocupación la creciente conflictividad social; creía, aun aferrado a su ideario asimilacionista, que el problema judío se resolvería con la resolución de los problemas sociales. En 1893 Herzl no creía que existiese alguna probabilidad de solución para el judaísmo; rechazó de plano la posibilidad de colaborar con el periódico de la Sociedad para la Defensa contra el Antisemitismo fundada por importantes intelectuales austríacos y alemanes. Como periodista, Herzl sabía que la eficacia de un periódico solo podía medirse con su capacidad de “la amenaza de la acción”. Suponía que los judíos optarían por el socialismo ante la situación apremiante a la que les estaban llevando los acontecimientos. Creía que solo la salvación del liberalismo austríaco podría detener el arrollador avance del antisemitismo. Cuando comprendió que el problema judío no tendría solución con el triunfo del liberalismo, en un arranque del más puro estilo teatral propio del romanticismo, proclamó la necesidad de obtener, con la anuencia del Papa, la conversión de los judíos al catolicismo.
Cuando estalló el Caso Dreyfus, Herzl percibió muy rápidamente que el Capitán era inocente a pesar de que todas las apariencias le condenaban. Pudo entenderlo muy bien porque provenían del mismo sector social: ambos eran judíos asimilados, nacidos en familias de la alta burguesía que deseaban desesperadamente ser aceptados por sus condiciones personales, dejando en el olvido su ascendencia judaica. Advirtió sagazmente la imposibilidad de que alguien con todas esas características pudiera convertirse en un traidor. Cuando Dreyfus fue condenado, Herzl finalmente comprendió la verdad: no se estaba juzgando a un traidor, sino al judío asimilado que había intentado ocupar un lugar en una profesión y en un sector social vedados a los judíos. Por si esto fuera poco, en mayo de 1895 el muy antisemita Partido Social Cristiano triunfó en las elecciones en Viena. Todos los elementos que habían formado parte de la vida de Herzl habían colapsado, todo aquello en que había creído había fracasado. Su vida personal atravesaba una fuerte crisis, su matrimonio con una mujer que estaba muy por encima de su condición social era decepcionante, en realidad él continuaba atado a la imagen de su madre, lo que envenenaba su vida familiar. Sus dos mejores amigos, judíos como él, habían muerto. Finalmente vislumbró que no había ninguna salida para la dignidad judía con la asimilación, y la derrota política del liberalismo austriaco en Viena confirmaba y auguraba un muy negro porvenir.
Parece ser que una función de la opera Tannhäuser de Wagner lo transportó a un estado de exaltación romántica donde decidió acatar el reclamo de su corazón y romper con Europa y el liberalismo. En ese momento se transformó en el más fervoroso defensor de los suyos, ofendidos y humillados. Su misión consistiría en ser quién los llevaría en un nuevo Éxodo a su antigua patria, para lograr su redención como individuos. Un impenitente soñador de sus propias quimeras se dedicó a soñar con la liberación y la gloria para todos los judíos, cuando escribió que “Los sueños no son tan distintos de la realidad como muchos creen, todas las actividades de los hombres comienzan como sueños y posteriormente se vuelven sueños una vez más”. Herzl estaba convencido que la solución de los judíos no se hallaba fuera de ellos mismos sino en la capacidad de encontrarla y llevarla a cabo dentro de sí mismos.
“A nadie se le ocurrió buscar la tierra prometida donde está y no obstante es muy cercana. Allí está: ¡en vuestro interior! Para hacer realidad un sueño solo son necesarios el deseo y la voluntad. Los judíos que lo deseen tendrán su Estado y se lo ganarán”, y prologó su libro Altneuland con la muy famosa frase “Si lo queréis no será una leyenda“. Un historiador dijo que Herzl creó un movimiento político como motor de cambio de la historia. Creó un sueño, una Utopía apelando sobre todo a las masas judías, las víctimas más importantes del drama que se estaba gestando en la Europa de fines de siglo. Herzl se dedicó a la tarea de crear un Estado Judío con el fuego y el ardor de los conversos, utilizó toda su influencia, su porte refinado y el dominio de varias lenguas para acercarse a los dirigentes más encumbrados, y toda su gracia y simpatía para encandilar a las masas que lo proclamaron “el rey de los judíos”. Según se cuenta, los judíos europeos más cultos, partidarios o adversarios, se sintieron impactados ante su impresionante presencia.
El momento histórico que dio lugar al nacimiento del sionismo político fue el de la expansión del imperialismo, movimiento racista que determinó un crecimiento del antisemitismo. Los judíos decidieron entonces procurarse sus propias raíces nacionales, su propio Hogar Nacional Judío. Las energías de Herzl puestas en este objetivo terminaron destruyendo prematuramente su vida, a los 44 años. Con su recuerdo intentamos recrear al hombre que realmente fue, a la paradoja que encarnó y en la que representó a la judería asimilada europea que confiaba en que la asimilación concluiría con un drama que había asolado a los judíos desde hacía casi dos milenios. Seguramente este retrato no sería considerado el apropiado para quienes confeccionan los textos escolares, suena mucho más impecable y prolijo mostrar una figura desprovista de todos los conflictos que le condujeron a convertirse en el líder de su pueblo. En el contexto ideológico y cultural en que nos manejamos ahora tal vez no sea políticamente correcto recordar que nuestro héroe más importante, durante bastante tiempo y hasta que volvió al redil, solo fue un judío asimilado, un judío al que no le gustaba serlo. Esta paradoja nos recuerda que nadie es dueño de la verdad y que, como según dice un precepto talmúdico, ningún judío tiene derecho a considerarse mejor que otro, no podemos imaginar a alguien diferente a Herzl encendiendo el fuego apasionado de la Utopía sionista. Y como bien sabemos esta historia continúa…
[En la imagen de Jerusalén en 1898, de izquierda a derecha: Max Bodenheimer, David Wolffsohn, Theodor Herzl, Moses Schnirer y Joseph Seidener]