IDENTIDAD, DESDE URUGUAY – Si de un personaje histórico no tuviéramos un retrato fidedigno, impulsados por una fuerza oscura lo inventaríamos. El hombre occidental escapa de un rostro indeterminado como de una amenaza y fija la imagen de igual forma que un científico da nombre al insecto “descubierto” o el historiador del arte ubica al artista en una escuela específica. El mensaje, a veces el grito desgarrado del pintor, nos resultan insoportables e interponemos el escudo del razonamiento a la sensación que nos abruma, diluyendo el poder terapéutico del arte.
No resistimos un héroe sin rostro, así como no aceptamos que un tsunami salido del cuadro ahogue nuestra estupidez, pues todo debe ir a su lugar preciso; en caso contrario, si quedaran ideas y sensaciones removiéndose peligrosamente, temeríamos resbalar hacia las aguas de la locura. Tal es el miedo que nos determina y que nos lleva a señalar al otro catalogándolo: la forma más segura de limar una idea conmovedora.
Veamos de qué manera nuestra cordura ha resuelto el miedo al vacío, a la oscuridad y en suma, a la locura, encajándole a personajes históricos rostros acordes con ninguna otra cosa que no fueran nuestras necesidades y prejuicios.
Los cristianos primitivos, como judíos nada propicios a la adoración de ídolos, no dejaron imágenes de Jesús, pero a medida que la nueva religión incorporó geografías fue necesario crearle un rostro al hijo del Dios. En Occidente la representación usual es el rubio de ojos celestes que nos regalaran los pintores del Renacimiento, procediendo de una forma que nos recuerda al griego: “si los leones pudieran pintar, pintarían a sus dioses con forma de leones”. El artista representó un Cristo a semejanza de sus modelos y consumidores, aunque más verosímil fuera imaginarlo como un judío yemenita o eventualmente como un palestino, si acertara Ben Gurión al afirmar que los actuales palestinos descienden de los hebreos de los tiempos bíblicos. Sea del hecho lo que fuere, el catolicismo necesitó imágenes cual si fueran ídolos para adorar y en plena lucha con los musulmanes unos ardientes ojos oscuros no eran funcionales.
Poco después del Renacimiento, un escritor que se inspirara en el maravilloso personaje literario que nos regalaran los Evangelios, alumbró otro personaje inolvidable. No contamos con ningún retrato en vida de Cervantes, pero esto no obsta para que el tiempo (bello eufemismo de poderosos intereses) creara un rostro adecuado. Existen sobrados motivos para suponer al poeta, a despecho del nacionalismo español, integrante de alguna de las colectividades que el Estado católico persiguió al unificar el país. Investigaciones judías descubren su ascendencia judía, mas de ninguna manera podemos descartar un origen árabe en el poeta que pretendiera hacernos creer que su magna obra fuera escrita por Cide Hamete Benengeli y traducida por un árabe que en aquellos difíciles tiempos alojara en su casa. En rigor no es tan importante determinar si este hombre castaño, “de nariz corva, la color viva, antes blanca que morena”, era hijo de judía, de árabe o de ambos, lo importante es determinar si era o no descendiente de una colectividad perseguida y si “La Mancha” (acaso el título primitivo fuera “El ingenioso hidalgo de la Mancha”) hacía referencia a alguna otra mancha que nada tuviera que ver con la geografía.
Del tercer personaje que haremos mención sí quedó un retrato fidedigno, mas desde todo punto de vista era inadecuado para ulteriores fines. Se trataba de hacer un héroe de alguien que dudosamente podía aspirar a esa categoría. El retrato fiel lo pintaba en el exilio como un viejo decrépito apoyado en su bastón, y el héroe debe ser expresión de la fuerza y pujanza de la Patria y sus conductores, no en vano se sacrificaba a los antiguos monarcas (expresión de la fuerza de la naturaleza) apenas una cana despuntara en sus regias cabezas. El héroe no debe morir de una muerte vulgar y su vida debe ser cegada prematuramente: Jesús, como William Wallace, muere a los 33 años y John Lennon y el Che Guevara (el Cristo de la izquierda latinoamericana) no pasan los 40. El Senado uruguayo, actuando como un Concilio, encargó al Pintor de la Patria una representación que se convirtió, vía ley, en el retrato oficial aunque nada tuviera que ver con el original, pues como dijera Blanes: “se parece tanto como un huevo a una castaña”. Otro huevo, pero a modo de escultura encajada de forma desafortunada en la Plaza Independencia, fue justificado de esta manera por el Poeta de la Patria: “el Artigas de Zanelli puede no ser un retrato de Artigas, pero es la forma bella, consagrada por la humanidad e inteligible para todos los hombres, del espíritu del héroe Oriental, de su carácter, de su misión histórica. […] es un monumento que, dentro y fuera del país, hablará en lengua universal, de nuestras glorias”.
El cuarto personaje que desfila ante nosotros tejió su obra y su vida de tal forma que pareciera burlarse de nuestro miedo a la oscuridad. No sobrevivió ningún retrato de Isidoro Ducasse, Conde de Lautréamont, pues su familia se encargó de hacer desaparecer toda referencia al réprobo. Sólo quedó su poesía como una joya deslumbrante y maldita, tomándose a broma la referencia del primer canto de Maldoror: “el final del siglo XIX verá a su poeta. Ha nacido en las costas americanas, en la desembocadura del Plata”. Mas su sorprendente literatura impulsa la investigación de los sabuesos de la literatura; se halla el acta de defunción y en el año 1924 los hermanos Guillot Muñoz dan con el acta de bautismo en la Catedral de Montevideo. En cuanto a su rostro, un grupo de artistas observó una fotografía y tiempo después uno de ellos quiso recrearla. No es extraño que no lograra la aprobación del resto; lo raro es que cada cual disintiera a su modo: de tal manera se mueve un rostro en las arenas movedizas de la memoria. Finalmente, luego de retratos conjeturales muy dispares, la necesidad terminó por imponer, sin demasiadas exigencias, una fotografía reproducida hasta el hartazgo.
El poeta deja una obra inquietante y sumida en la oscuridad, mas la sociedad logra rasgar el velo del misterio. De forma pareja, los agentes sociales agregan ilustraciones al libro infantil, erosionando el poder de los protagonistas que el niño poblara con su imaginación. Se construye así un personaje distante, sin la carga del lector que ya no materializará en él sus miedos y esperanzas.
El rostro, manifestación corporal de nuestra esencia, será velado por nosotros de diversas formas. Siempre será para los demás y jamás podremos mirarlo directamente, sino por el reflejo de un espejo o a través del caprichoso resultado de una fotografía. Mas lo que se oculta, inversamente debe ser revelado en el otro. Apenas transcurrido un siglo y el rostro de Lautréamont, como una mariposa negra, ha sido clavado con alfileres al muro racionalista. Los nuevos lectores transitarán un camino seguro y ya no deberán bajar al estanque para sorprenderse, magia suprema de la poesía, viendo en las oscuras aguas su propia imagen reflejada.