LA PALABRA – A estas alturas del siglo XXI cabía suponer que las identidades grupales y nacionales estaban claras, pero el devenir de la actualidad, por ejemplo en el Oriente Próximo, rebate esa presunción. Incluso dentro de un proyecto de convergencia de tan amplio espectro como la Unión Europea no son pocas las voces (a veces soterradas) que reivindican una identidad distinta de la bandera que les representa. Y en medio de ese “estado líquido” de la pertenencia grupal dos países, España y Portugal, han decidido dar respuesta a la demanda de reconocimiento a quienes por más de cinco siglos han seguido llamándose (y actuando en determinados terrenos como la cultura, el folclore o la liturgia) oriundos de estas tierras peninsulares, los sefardíes.
Lo particular del caso no es sólo la longevidad de esta conducta, sino que se basa en un suceso trágico e injusto, como fueron las expulsiones sufridas de los diferentes reinos. Muchos optaron por una conversión religiosa que esperaban fuera tan temporal como tantas otras en la historia del país (desde el zigzagueo arriano — católico de los reyes godos y visigodos, a las olas de fundamentalismo musulmán de almorávides y almohades). Abandonada por los que decidieron seguir siendo judíos pese a todo, y desarraigada espiritualmente por los que prefirieron quedarse, la nueva España nació “desefaradizada”, extirpada de los descendientes de los “inmigrantes” de una Jerusalén a la que siguieron prometiéndose año a año volver. De modo análogo, la diáspora sefardí forjó su esencia en no olvidar el refugio que durante más de mil años moldeó sus sentidos: la vista del paisaje mediterráneo, el oído de la lengua y los cantes, el aroma y sabor de la gastronomía, y el tacto de las páginas de los sabios locales.
Por ello no deja de ser paradójico el amor a pesar del maltrato, como una premonición no clasificada del llamado Síndrome de Estocolmo por el que el secuestrado, violado y sometido se enamora de la mano que le castiga. Una conducta errónea garrafal que los descendientes aceptan por unanimidad reparar (aunque más que una “concesión” sea una “restitución” de derechos injustamente arrebatados).
No todos los expulsados siguieron cultivando un amor no correspondido con el terruño. Algunos incluso se hicieron piratas para hundir los barcos de la corona. Pero les costó mucho más mandar al fondo del mar de sus almas esa parte que en realidad los define, a pesar del dolor: su identidad sefardí.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad