LA PALABRA – Antiguamente los judíos considerábamos el inicio de la cuenta anual a partir de Nisán, mes de la salida de la esclavitud en Egipto y la toma de conciencia de un mismo destino como nación, más allá de los diferentes clanes y tribus. El llamar al nuevo año 5779 indica, sin embargo, que hoy tomamos como punto de partida la propia creación de todo ser humano. Por ello, no es exactamente un calendario judío, sino el calendario universal que celebramos los judíos. Es el momento culminante de una creación de la que el mismísimo Autor se toma un día de descanso. La organización del tiempo en semanas de siete días no es producto de ninguna observación natural (como el ciclo solar del año o el mensual de la luna). Incluso hasta épocas tan recientes como el siglo XIX un imperio como el japonés no conocía el concepto de semana. Mirando el mundo tal como es hoy, asombra pensar que una etnia tan reducida (y la mayor parte de su historia minoritaria entre las naciones de acogida) haya logrado que la comunidad humana adoptase un concepto tan global del tiempo. Hay países donde los años y meses se cuentan de otra manera (China, el mundo musulmán, etc.), pero todos han incorporado a sus vidas el ciclo semanal.
Admitamos, sin embargo, que no todos fueron éxitos. El día hebreo se calcula desde la visión de las tres primeras estrellas en el cielo al anochecer, mientras que los relojes internacionales se ponen a cero a medianoche, cuando no hay forma de ver en el cielo y en el resto de la naturaleza ninguna señal especial. En realidad, este arranque horario se establece por oposición al mediodía, cuando el sol está exactamente sobre nuestras cabezas. O más o menos, ya que cada país de la actualidad (incluido el estado judío) ha tenido que adaptar sus relojes al huso horario que le corresponde (o, a veces, el que elija, como en el caso de España, para estar a la par de la hora de Alemania, establecido cuando Franco quería sincronizarse con Hitler). El tiempo de los judíos suponía un desafío a la idea de unificación y estandarización cartesiana, ya que cada día tiene en nuestro caso una duración distinta (gradualmente menor entrando el invierno y mayor en el medio año siguiente). Pero es que los días no son todos iguales, mal que le pese a la versión universalmente adoptada que pretende compensar el desequilibrio mediante cambios de horario estacionales (tan cuestionados popularmente).
Y es que el tiempo no está marcado por la simetría y la sencillez algebráicas. Los antiguos romanos abordaban el problema con un año prolijamente matemático de 360 días y otros cinco o seis fuera de calendario para festejarlo dedicándoselos al dios Saturno, una práctica tan arraigada que llevó a establecer en el imperio, ya cristianizado, el nacimiento de Jesús en pleno solsticio de invierno. Los musulmanes, por el contrario, siguen estrictamente lo que manda la luna (meses alternos de 29 y 30 días), acumulando un retraso en el cómputo del giro anual del sol (contando un año más cada 32 de los del resto del mundo). La solución judía se basa también en los meses lunares, pero restablece (mediante un complejo cómputo de meses bisiestos) el ciclo solar cada 19 años.
Hoy sabemos que el tiempo astronómico responde a leyes físicas como la gravedad y la desaceleración de los cuerpos celestes en unas medidas imperceptibles a la escala de nuestra existencia individual, incluso como especie humana. Desde esta insignificante estatura para el devenir del universo, no obstante, déjenme desearles que en lo que tardemos en volver a la misma posición de nuestro planeta en torno a su estrella vivan experiencias gratificantes. O sea, feliz 5779.
Shaná tová. Anyada buena. A gut yor.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad