“El tren de la vida (Train de vie)” (1998), de Radu Mihaileanu (Francia-Bélgica-Holanda-Israel-Rumania)

FILMOTECA, CON DANIELA ROSENFELD –

Reparto: Clément Harari, Lionel Abelanski, Michel Muller y Rufus. Premios David di Donatello, Mejor Film Extranjero 1998; Festival de Venecia, Premio de la Crítica y Mejor Ópera Prima, 1999; y Sundance Film Festival, Premio del Público, 1999

La supuesta historia de la aldea rusa que escapa del Holocausto cruzando las líneas alemanas a bordo de un tren de deportados, en el que la mitad de los habitantes interpretaban el papel de nazis, inspira esta película del exiliado rumano Radu Mihaileanu. La historia jamás sucedió en realidad, pero resulta perfecta para construir una fábula en la que los personajes juegan con las apariencias. Desde la música, de inspiración klezmer del músico Goran Bregovic, compositor habitual de Emir Kusturica, hasta el humor y los personajes que viajan en busca de la supervivencia y la identidad, hacen de “El tren de la vida” una película profundamente judía .
Si alguien encuentra paralelismos con “La vida es bella” no es pura coincidencia. Mihaileanu le envió el guión a Roberto Benigni para que interpretase a uno de los personajes, el cómico italiano denegó la proposición y, poco después, dirigió y protagonizó la película ganadora del Oscar.
Dentro de la aparente amabilidad en la que se mueve “El tren de la vida”, el personaje del loco aporta el punto de lucidez necesario para que la farsa de la ficción no contradiga la tragedia de la historia. Filmar el Holocausto puede admitir la fábula poética pero nunca la manipulación de la historia en nombre de los buenos sentimientos.

“El tren de la vida” se sitúa en 1941, cuando un grupo de judíos de un pequeño pueblo de Europa Central descubre que van a ser trasladados por las avanzadillas nazis a un lugar desconocido y decide organizar un falso tren de deportación en el que varios de ellos ejercerán de oficiales alemanes para hacer creer a los nazis que en su pueblo ya se ha realizado la limpieza étnica.
Ante el peligro nazi, el pueblo consulta a los ancianos qué hacer. En el colmo de la indecisión y las discusiones bizantinas, terminan por hacerle caso al loco, que propone una fuga en tren hacia Palestina.
Mihaileanu, haciendo uso de un humor que es particularmente judío, toma a sus personajes y los pone a interactuar. Así, presenta al rabino, al loco del pueblo, al contable, a los distintos artesanos, a los jóvenes enamorados. En síntesis, a la comunidad.
Lo que transmite la película es precisamente el esfuerzo comunitario frente al peligro que les amenaza. Esto unifica el esfuerzo y poco a poco consiguen su tren. Los pasos que da la comunidad, y cada uno de sus miembros, da verosimilitud a todo el proceso. El sueño imposible se obtiene si todos cooperan.
Dentro del proceso de huida general de la comunidad, Mihaileanu no evita la crítica cómica a todos los sectores. Hay regateos por el tren, por los “papeles” en la representación que se monta ante el mundo, inconformidades, celos, expulsiones del partido político. El director – guionista ve las contradicciones en el interior de su comunidad y esboza una sonrisa ante la incoherencia.
La paradoja es el arma de esta comedia: el loco que da las mejores ideas, el maquinista que no sabe conducir trenes, el general nazi que se comporta despóticamente y abusa de sus privilegios para salvar a un compañero perdido y obtener comida “kosher” para su comunidad; el uso de los argumentos más racistas para doblegar a un oficial nazi y que libere al prisionero judío…
Así, cada representante de la comunidad toma las características del papel que tiene que desempeñar, pero a pesar de los conflictos internos, ninguno olvida que sus intereses particulares están sujetos al bien común, a la sobrevivencia de todos como un solo pueblo.

La paradoja como recurso narrativo, y la fábula moral como contenido, hacen que “El tren de la vida” se convierta en un símbolo de la búsqueda humana de la utopía.
Pero el director no se conforma con mostrar sus argumentos sino que los repite variándolos en nuevas situaciones que suben y suben de tono. Así, el encuentro de la comunidad judía con la gitana, el encuentro de los perseguidos, refuerza la fábula y la utopía. Mihaileanu usa el mismo recurso narrativo: el reto entre músicos individuales desata una confrontación entre judíos y gitanos que deriva en una gran fiesta de confraternización. Nadie renuncia a su cultura sino que se comparte en la búsqueda de la utopía: vivir libres, sea en Palestina o en la India.
En su viaje a los orígenes, Mihaileanu inscribe su relato dentro de la tradición de cuento popular que se remonta a los tiempos de Scholem Aleijem, e Isaac Bashevis Singer y que supo reflejar, con mucho humor e ironía, la vida cotidiana de aquellos pueblecitos.
Pero no es ése el único referente al que acude Mihaileanu. Como en “Ser o no ser”, el clásico de Ernst Lubitsch, los habitantes del shtetl combatirán a los nazis con las armas de la comedia. Es decir, con un engaño, que sólo al loco de Shlomo podía ocurrírsele: en lugar de huir o presentar un inútil combate, por qué no autodeportarse, consiguiendo un tren y simulando ser un contingente de prisioneros judíos y sus carceleros nazis, con uniformes y todo.
El humor judío suele ser ferozmente autoirónico, y en esta línea “El tren de la vida” nos muestra idische mames que sufren por hijos ya más que grandecitos, rabinos anticomunistas, contables que no quieren gastar un céntimo de más ni aunque la causa lo pida a gritos y empresarios que se identificarán peligrosamente con el agresor nazi. Lo que destaca el elevado poder metafórico y trágico que tiene este nuevo éxodo de un pueblo amenazado por el extermino. En viaje hacia una tierra prometida a la que tal vez nunca lleguen: Eretz Israel.
El tren se convertirá en un microcosmos donde acabarán por confluir todas las ideologías políticas más relevantes de finales del siglo XX.
Radu Mihaileanu nos guía a través de la inocente mirada de los habitantes de la pequeña aldea, y nos muestra las incongruencias de estos movimientos políticos, que nos llevaron a un desastre tan grande como la II Guerra Mundial.
Con una realización simple y de bajo presupuesto, destacan varios aspectos: los maravillosos diálogos, tan complejos y llenos de mordacidad que hacen que la película crezca con cada visionado, y la amena y alegre banda sonora que, salvo puntuales momentos, al igual que los cansados viajeros de este maravilloso tren, permite al espectador descansar de tan enriquecedora crítica social, el tratamiento de la luz a manos del griego Yorgos Arvanitis (director de fotografía de “La mirada de Ulises” y otros films de Theo Angelopoulos) y el sólido trabajo de interpretación de los actores.

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