LA PALABRA – En su último libro, el superventas autor de “Sapiens” y “Homo Deus”, el israelí Yuval Noah Harari, subtitula una de sus “21 lecciones para el siglo XXI” (la dedicada a la guerra) -guardándose un as en la manga ante su pormenorizada lista de cambios por venir-: “jamás subestimes la estupidez humana”. Después de advertirnos de que la mayoría no tendremos trabajo, que sólo unos privilegiados serán prácticamente eternos y de la falsedad de los relatos que conforman nuestro yo interior, constata el motor de transformación radical que constituye ya (y cada vez más) la llamada Inteligencia Artificial, capaz no sólo de recoger pacientemente los miles de huellas digitales de nuestras acciones y pensamientos que dejamos día a día, sino de tomar por nosotros las decisiones más trascendentales.
No soy filósofo, pero tengo suficiente edad y memoria para recordar otros vaticinios y profetas del mañana de ayer. La primera conclusión es que es más fácil predecir a largo plazo que al corto: el destino de nuestro sol y el planeta que habitamos (más allá de la impronta que dejemos como especie) está bastante claro. Sin embargo, ningún experto supo ver a tiempo ni el desplome instantáneo del bloque comunista, ni el impacto de la última gran crisis financiera mundial, ni la preponderancia del teléfono móvil sobre otros tipos de dispositivos. Y eso por no hablar de todos los “finales del mundo” señalados por individuos o textos sagrados (que recuerde ahora mismo, 1968, 1984, 2000, 2012). Ahora, aparte del cambio climático, el futuro pertenece a unos robots (nada parecidos a los de la saga de La Guerra de las Galaxias) que se dedican a trazar nuestros perfiles con el máximo detalle para conocernos mejor que nosotros mismos. Ya nos demuestran lo poderosos y atentos que son ofreciéndonos a mansalva lo que alguna vez comentamos como deseo en una red social.
La distopía de un mundo en el que “mi otro yo” decidirá por mí tiene no obstante un defecto: no somos más que animales un poco más inteligentes que los demás. No hubiéramos llegado hasta aquí sólo gracias al ingenio de unos pocos, sino básicamente por la estupidez de la mayoría, que obligó al brillante de turno a esforzarse para explicarse y ser entendido y aceptado, demostrar de manera irrefutable la ventaja de su propuesta o imponerla por la fuerza. Harari nos advierte no subestimar la estupidez porque sabe que ese es el punto ciego de cualquier proyección futura, pero se olvida de no subestimar la soberbia de los más inteligentes entre los humanos. Las predicciones no fallan por falta de datos, sino porque nuestra especie no es una inteligencia natural absoluta.
Hace décadas, se diseñaron los primeros sintetizadores de sonidos puros, pero la gente siguió prefiriendo y emocionándose con otros muchos más imprecisos como la voz humana, algunos incluso terriblemente desafinados. La Inteligencia Artificial tendrá éxito hasta donde le permita nuestra estupidez intrínseca para rechazar la que sería una mejor solución. No hay más que ver el ascenso de opciones cada vez más cercenadoras de la democracia en los países más democráticos. A ver quién se atreve a diseñar una Estupidez Artificial que nos entienda realmente y que, como en aquel bolero, nos jure que nos ama aunque sepamos que nos miente.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad
Estupidez Artificial
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