Fobófobo social
LA PALABRA – Cuando era joven, las fobias eran un catálogo de miedos personales, siendo la más famosa la claustrofobia. Incluso el término judeofobia, que ya había acuñado Pinsker en 1882, sólo se utilizaba a nivel académico en sustitución del popular (aunque más impreciso) de antisemitismo. En realidad, por entonces el odio se definía preferentemente a través de este sufijo -ismo, como en racismo, incluso sumado al prefijo anti-, como en el todavía utilizado antiisraelismo. La coletilla -fobia quedaba relegada a asuntos patológicos, psicológicos más que sociales. Hacia los años 80 (puede que algo antes) hubo una gran “impregnación” ideológica de las ciencias sociales, y el racismo “biológico” de los nazis pasó a categorizarse por colectivos y minorías: aunque términos como el machismo ya existían desde hacía tiempo, permearon el lenguaje político, de los medios de comunicación y la calle. Sin embargo, convivía con otros -ismos con carga reivindicativa y positiva, como el feminismo. Esa dualidad semántica propició seguramente la predilección por la -fobia como enfermedad social.
Por una parte, el catálogo de fobias personales se amplió y popularizó: agorafobia (pánico a no poder escapar en caso de peligro), aracnofobia (a las arañas), acrofobia (a las alturas), aerofobia (a volar en aviones), astrafobia o brontofobia (a las tormentas eléctricas), y un largo y casi infinito etcétera. Pero también hubo un trasvase del miedo psicológico al odio sociológico: xenofobia, homofobia, islamofobia son algunos de los ejemplos más conocidos. Pero hay otros “emergentes”: androfobia (rechazo de lo masculino, más allá del machismo) o la más cercana “hispanofobia”, que actualiza al más tradicional “antiespañolismo”, especialmente en los ámbitos separatistas.
Uno no puede estar “contra” una fobia personal: como mucho puede abogar por que se dediquen más medios a ayudar a las personas que las padecen. Pero sí puede reconocerse como opositor militante al odio hacia los colectivos humanos. Claro que ello esconde la paradoja de que al odiar el odio nos convertimos en odiadores. No hace falta saber mucha filología para fabricar la fobofobia. Pero, mira por dónde, yo que pensaba que había inventado un nuevo “palabro”, resulta que hasta viene en la Wikipedia, definido como: “uno de los miedos irracionales más curiosos que consiste en sentir un temor abrumador por la posibilidad de vivir situaciones que causen algún tipo de miedo o angustia”. Lo mío no es eso, sino miedo a sentir el odio apoderarse de las calles y las familias, siendo sus efectos más visibles lo que en Argentina llaman “la grieta”: una profunda e irreconciliable división social y política. Todo lo contrario a la convivencia y la tolerancia que predicamos durante décadas. En fin, soy un fobófobo social que no teme al miedo, sino al odio: el gratuito (en hebreo, sinát jinám u odio infundado), y el subvencionado o incitado a partir de medias mentiras convertidas en verdades absolutas.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad