LA PALABRA – Si uno mira un mapamundi de hace poco más de un siglo, descubrirá que las fronteras de grandes zonas del mundo eran muy distintas, especialmente en el continente africano y lo que conocemos como Oriente Próximo, a partir de la desintegración del Imperio Otomano tras su derrota en la Primera Guerra Mundial, lo que dio paso a una parcelación en países sin casi ninguna referencia a la historia o unidad étnica de los mismos. Las naciones triunfantes de la contienda se repartieron el territorio, creando nuevos países en respuesta a las alianzas tribales que encontraron en la zona. A la familia Saúd se les entregó un país que no tuvieron ningún reparo en apellidar como ellos mismos: Arabia Saudita. Más recato tuvo el clan de los Hachemi cuando en 1922 los británicos les regalaron el país que bautizaron Transjordania, esquilmando el 77% del territorio de la Palestina bajo Mandato que Londres había prometido en una declaración para servir como Hogar Nacional a los judíos del mundo. Luego repitieron el reparto de dividendos en Catar, Omán, Emiratos Árabes Unidos, Bahrein y Kuwait, especialmente cuando la inválida arena del desierto se descubrió como hogar del preciado oro negro.
Ya conocen seguramente el resto: tras la vergüenza de la inacción durante el Holocausto, el Reino Unido propició una nueva partición de lo que quedaba de Palestina para crear dos nuevos países, y nuevamente a los judíos le correspondió la parte más pequeña y de peores condiciones climáticas y económicas. Los judíos bailaron en las calles festejándolo. Los árabes se negaron y declararon la guerra. Ante tal arbitrariedad de fronteras no estaría mal redibujar el Oriente Próximo, por ejemplo, respetando las naciones históricas. Irán se volvería a llamar Persia, de la mayor parte de lo que hoy día son Irak y Siria nacería Mesopotamia o Babilonia, pero con un nuevo país ocupando el norte, incluyendo también parte de la Turquía actual: Kurdistán. En cuanto al Líbano, por fin podría independizarse del acoso de su vecino y ocupante musulmán, para convertirse en verdadera patria de los árabes cristianos, a los que no les vendría nada mal formar una confederación con Israel, que recordaría a la que hace milenios forjaron los judíos con sus vecinos, y que con toda lógica recuperaría el nombre de Fenicia. En cuanto al resto, básicamente arena y petróleo, no son más que aquella Gran Arabia que prometieron los británicos a Faysal a través del legendario T. E. Lawrence.
Los niños del mundo nos estarían agradecidos cuando tuvieran que calcar mapas y recordar capitales. Los árabes lograrían volver a estar unidos como sólo lo han estado bajo la fuerza de conquistadores e imperios ocupantes como los mamelucos, marcando sus propias diferencias culturales con turcos, persas, kurdos, judíos y cristianos. Está claro que muchos criticarán esta propuesta como algo meramente especulativo, pero resulta en muchos sentidos más lógico y justo que lo que se dibujó hace poco más de un siglo desde unos despachos de Londres y París. Y sin “borrar” a nadie del mapa, como muchos pretenden con Israel desde su renacimiento.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad