LA PALABRA – En 1791 la zarina Catalina la Grande creó la Zona de Asentamiento (Der tjum hamóishev, en ídish) en la región fronteriza occidental del Imperio, abarcando una quinta parte de la Rusia europea, donde se permitió que los judíos vivieran. Dicha Zona se correspondía con los territorios de las actuales Bielorrusia, Lituania, Moldavia, Polonia, Ucrania y la parte más al oeste de Rusia: exactamente las naciones que hoy día se disputan la “auténtica” herencia histórica (a veces racial) de la región. Y tampoco es que a los judíos de entonces se les permitiese residir en cualquier lugar dentro de la Zona: quedaban excluidas varias ciudades, como Kiev (hoy capital de Ucrania), Sebastopol o Yalta (estas últimas en la península de Crimea, ucraniana desde la disolución de la Unión Soviética, pero anexionada a la Federación Rusa en 2014).
Dicen algunos expertos que la intención de no dejar a los judíos morar en el corazón del Imperio era impedir que su pujanza comercial y ansias de progreso comprometiesen la consolidación de una clase media rusa no judía. La Zona de Asentamiento cobró especial importancia poco después de su fundación, con la anexión de los territorios de la vencida confederación polaco-lituana, que llevó a reunir bajo la tutela del zar al 40% de los judíos del mundo entonces (cuyo número era muy similar a las cifras actuales, después del Holocausto nazi), unos cinco millones de almas. Dicha Zona siguió existiendo hasta la Revolución Rusa burguesa a inicios de 1917, durante más de 120 años, con la mayoría de los judíos forzados a vivir en pequeños pueblos de provincia (llamados shtetls en ídish), aunque en algunas épocas se permitió a algunos miles de ellos residir en grandes ciudades imperiales. Pero no fueron más que breves épocas que culminaban con su devolución a la Zona de Asentamiento, por ejemplo, en 1891 desde San Petersburgo o Moscú. Tal concentración de judíos los convertían, por otra parte, en objetivos más fáciles de atacar en las matanzas colectivas (pogromos, una de las pocas palabras rusas que pasaron al diccionario de casi todas las lenguas), los peores de los cuales tuvieron lugar entre 1881 y 1883, y entre 1903 y 1906.
Sin embargo, el cambio legal no supuso un cambio real para los millones de desarrapados judíos que poblaban esas tierras, la mayoría recapturadas no para los zares sino para el nuevo poder comunista en Moscú. El fin de las tierras donde el ídish era la lengua más hablada (incluso los delegados del gobierno en esas regiones lo chapurreaban para entenderse con los locales) no llegó por las nuevas leyes, ni siquiera por la masiva emigración a nuevos mundos allende los mares, sino porque un pueblo más al oeste (que fue el que históricamente propició la llegada de los judíos a esas tierras) creyó que borrarlos de la faz de la tierra y de la memoria humana era lo que el mundo necesitaba para ser mejor. Hoy día, la misma Zona vuelve a ser escenario de masacres, ahora bajo diferentes banderas, amparados en nuevos y antiguos mitos históricos para seguir regando de sangre sus campos.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad