Imágenes del bien y del mal, de Martin Buber

EL ANAQUEL: LIBROS DE FILOSOFÍA JUDÍA, CON PABLO DREIZIK – Como bien dice Pablo Dreizik en su columna, Buber es de esos autores que se suelen citar más que leerse. Para subsanarlo os traemos un breve extracto de su libro “Imágenes del bien y del mal” que analizamos en esta entrega.

“Dios lamenta haber creado al hombre porque éste, entregado al conocimiento del bien y del mal e incapaz de superar la antítesis de estos (no hay otra superioridad que la del creador), trae al mundo creado el caos de lo posible, un caos que ya había sido superado en la creación y caprichosamente se materializa una y otra vez. Dios quiere “borrar” al hombre de la “faz de la Tierra” y con él a todos los seres vivos que el autor del acto de violencia arrastró consigo a la corrupción; de hecho, lamenta haberlos creados a todos. Pero exactamente con el mismo lenguaje, haciendo una explícita alusión a lo recién referido, Dios justifica su perdón después de la destrucción, explicando su decisión de no volver a destruir a todos los seres vivos precisamente “porque las formas del corazón humano son malas desde su juventud”. Ya no dice “todas las formas”, ni “puramente malas” y curiosamente agrega “desde su juventud”. 
No podemos entender esto de ninguna otra manera que no sea que Dios admite que la imaginación no es mala por completo, que es mala y buena a la vez, pues en medio de ella, y a partir de ella, el corazón humano puede decidir dirigirse hacia él, hacia Dios (cosa que antes del conocimiento del bien y del mal le era imposible), dominar el tumulto de la posibilidad y darle cuerpo a la figura humana querida en la creación. Pues la errancia y el capricho no son innatos en el hombre, él no porta consigo el pecado original: a pesar de toda la carga que le legaron las generaciones pasadas, el ser humano comienza siempre como una persona nueva, y es recién la tormenta de fantasía juvenil lo que lo cubre con la infinitud de lo posible. He ahí, al mismo tiempo su mayor peligro y su mejor oportunidad. De aquí surgió, tras muchos siglos, la doctrina talmúdica de los dos impulsos. Se encontró con que la palabra ietzer, que he vertido como “formas”, ya había cambiado de sentido. Tempranamente, en Jesús Siraj, se aludía con ella al propio impulso en cuyo poder Dios dejaba a la criatura humana, pero siempre con la libertad de respetar los mandamientos y la debida lealtad, a fin de cumplir con la voluntad divina. En el Talmud, en cambio, bajo la influencia de la reflexión creciente, el concepto se divide a veces en un impulso “bueno” y uno “malo”, y a veces sin atributo, se aplica para señalar el segundo de éstos como el impulso elemental.
En la creación del hombre, los dos impulsos se oponen. El creador se los otorga al hombre como si fueran dos sirvientes que no pueden prestar servicio si no es en estricta colaboración.
El impulso “malo” no es menos necesario que su compañero y, de hecho, es más necesario; sin él, el hombre no buscaría mujer ni criaría hijos, no construiría morada ni intercambiaría económicamente, pues “todo esfuerzo y toda eficiencia en el trabajo es la rivalidad de un hombre con su prójimo” (Eclesiastés 4,4).
De ahí que a este impulso se lo llame “la levadura en la masa”, en tanto es el fermento que Dios coloca en el alma humana y sin el cual la masa humana no levaría. De modo que la calidad de un ser humano necesariamente depende de la cantidad de “levadura” que hay en él; “quien es más grande que otro,  posee un impulso más grande que el del otro’. El alto valor del “impulso malo” encuentra su mejor expresión en una interpretación del versículo 31 de Génesis, en el que Dios, al atardecer del día en el que creó al hombre, mira todo lo creado por él y lo halla “muy bueno”: ese “muy bueno” se aplica al impulso malo, mientras que al impulso bueno solo le corresponde el predicado “bueno”; de los dos, el fundamental es el malo. Pero que se lo llame malo deriva de que el hombre lo ha hecho malo. Tal como se dice en el midrash, cuando Dios le exige a Caín que rinda cuentas de sus actos, Caín le responde que ha sido el mismo Dios quien le implantó el mal impulso; la respuesta, sin embargo, sería incorrecta, porque es solo por la acción del hombre que el impulso se hace malo. Y se hace malo y lo seguirá siendo porque el hombre lo separa de su impulso asociado y lo idolatra justamente en esa situación de independencia, siendo en principio ese impulso algo destinado a servirlo. La tarea del hombre no es, por lo tanto, exterminar el impulso malo, sino reunirlo con el bueno.
David, que no se atrevió a enfrentarlo y lo “mató” en su propia persona, según se lee en uno de sus Salmos (“Perforado está mi corazón en mi interior”, Salmo 109,22), no cumplió esa tarea, pero sí Abraham, cuyo pleno corazón fue hallado fiel ante Dios, quien hizo un pacto con él (Nehemías 9,8). Se manda al hombre (Deuteronomio 6,5): “Ama a JHWH, tu Dios, con todo tu corazón” y eso equivale a decir “con tus dos impulsos reunidos”. Hay que incluir el impulso malo en el amor a Dios: así y solo así será ese amor perfecto y así y solo así será ese impulso como se lo creó: “muy bueno”. Para alcanzar esa meta, no obstante, hay que empezar por poner ambos impulsos al servicio de Dios, así como el campesino que tiene que labrar un nuevo terreno y posee dos bueyes, uno que ya ha arado y otro que aun no, unce los dos bajo el mismo yugo. ¿Y cómo dominar al impulso malo, de modo que se pueda actuar así con él? Pues bien, este es como un metal en bruto al que se debe pasar por el fuego para moldearlo: que se lo sumerja por completo en el gran fuego de la Torá. Y tampoco eso puede hacer el ser humano por sí solo, debemos rezar a Dios para que nos ayude a hacer su voluntad con todo nuestro corazón. Por eso, el salmista pide: “que sea uno mi corazón, para que tema tu nombre” (86,11). Pues el temor es la puerta al amor.
No se puede entender esa significativa doctrina si, como usualmente se hace, se conciben el bien y el mal como fuerzas o direcciones diametralmente opuestas. El sentido del bien y del mal recién se nos revela cuando los entendemos en su disparidad esencial: el “impulso malo” en tanto pasión humana – o sea, un poder propio del ser humano – sin la cual no podemos engendrar ni criar hijos pero que librada a su antojo, carece de dirección y no lleva a ninguna parte; y el “impulso bueno” en tanto dirección pura, es decir, la dirección incondicionada, o hacia Dios. Unificar los dos impulsos equivale a darle a la potencia sin rumbo de la pasión la dirección que la capacita para el gran amor y el gran servicio. Sólo de esta forma puede el ser humano hacerse íntegro”. 

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