LA PALABRA – En esta época de redes sociales, el negocio de los servicios gratuitos estriba en el manejo de la información sobre nuestros gustos y preferencias, pero también debilidades. Estas enormes cantidades de datos no servirían de mucho ni no pudiéramos bucear en ellas para encontrar, por poner un ejemplo, a quién venderle una corbata con llamativos colores o de discretas rayas, o cómo llegar a los individuos susceptibles de ser convencidos en sus ideas. A pesar de esta perspectiva apocalíptica, la teoría de la información nos dice que un mensaje repetitivo va perdiendo su carga informativa, volviéndose silencio. Algo similar le pasa al propio ruido: su reiteración lo vuelve imperceptible. Recuerdo que de niño vivía a pocos metros de la vía del tren y, no sólo que el ruido por la noche no me despertaba, sino que tras mudarme, al principio me costaba conciliar el sueño por su ausencia. De alguna manera es como el mito de los antiguos griegos de la “música de las esferas” que los astros producen al girar en torno a la Tierra pero que, de tan acostumbrados, ni siquiera percibimos.
Por el contrario, detrás del ruido se esconde la información auténtica. Si, por ejemplo, ralentizamos la grabación de un ruido desagradable, descubriremos una sinfonía oculta de sonoridades cambiantes. El ruido es, en definitiva, información demasiado rápida que, prolongada en el tiempo, se convierte en silencio. A pesar del axioma atribuido al nazi Goebbels de que una mentira repetida se convierte en verdad, a veces sucede lo contrario: las informaciones auténticas, si se repiten machaconamente sin aportar nuevos significados emocionales, acaban desintegrándose.
Los judíos sabemos mucho de esto. Hemos mostrado y demostrado hasta la saciedad las evidencias de nuestras persecuciones y masacres y, sin embargo, éstas se han desconectado de la empatía generalizada. Algo similar sucede con la imagen de Israel: las evidencias no llegan a traspasar el umbral de las emociones, ya que los no implicados directamente en la cuestión han sido bombardeados con información reiterada y ruidosa sobre el conflicto, que silencia sus conciencias. Lo peor de todo el proceso es lo que se denomina elipsis. A nivel de lenguaje se llama así cuando se suprime una o más palabras de una frase, pero sin las cuales se comprende el sentido, como en “ella se va a Madrid, y yo, a Barcelona”, sobreentendiendo el “me voy” ausente. Lo mismo es extrapolable a la forma de entender el mundo. Hay muchas cosas que no percibimos, pero que suponemos a partir del refuerzo de experiencias anteriores. Por ejemplo, si hemos visto en la televisión una y otra vez que los “malos” del conflicto árabe-israelí son los segundos, hay un escollo cognitivo para ver la otra cara de la moneda, aunque la tengamos delante de los ojos. Así se forman los prejuicios.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad