La muerte y el orgullo
LA PALABRA – A los ocho años conocí la muerte natural de mi abuela materna (los paternos se fueron siendo un bebé, y mi abuelo materno llegó a una edad bastante avanzada). Mis padres me mandaron entonces a jugar a casa de amigos para ahorrarme empatizar con su dolor. Pero antes de abandonar la adolescencia sufrí la pérdida de mi padre y, junto con mi madre y hermanos, me convertí en protagonista de las condolencias. Por entonces, para muchos de los adultos la lengua materna era el ídish, que afloraba en los momentos más tiernos y en los más terribles. Así conocí por primera vez una expresión desconcertante, ya que el pésame consistía en desear que uno se convirtiera en un judío aún más orgulloso (a shtoltzer id). Si bien desconozco las fórmulas de acompañamiento en el duelo en la mayoría de culturas del mundo, ésta se me antoja exclusiva. ¿Por qué, de todas las consecuencias que trae la muerte de un ser querido y cercano, la más aconsejable es el orgullo?
Los judíos sentimos en general amor propio por nuestra cultura, pero más todavía por la capacidad de superar los obstáculos aparentemente más insalvables, como la destrucción del templo en una religión que gira en torno al complejo y detallado ritual pautado para ello, el desprecio por nuestro origen, las matanzas, las conversiones forzosas, el aislamiento en diásporas alejadas e inconexas. Alguien podría decir (no sin cierta razón) que nos crecemos ante la adversidad, lo que ha llevado a alguno (como Sartre) a creer que nuestra identidad se forja principalmente en la mirada discriminadora del otro. Pero no es una simple reacción a una acción (algo que podría aplicarse a cualquier sentimiento identitario en el mundo), sino que posee un efecto acumulativo: a mayor resiliencia, mayor fortaleza; ante la muerte cercana, tenemos que reforzar el orgullo de sobrevivir.
A pesar del estereotipo del antisemitismo clásico, no somos poderosos ni manejamos los hilos del mundo: no porque seamos seres bondadosos sin pecado, sino porque sabemos que el poder es un espejismo que nos aleja de la tierra que pisamos y nos expone al odio gratuito. Nuestra fuerza está en el historial de cicatrices compartidas: un mapa de la memoria, tachonado de sufrimiento. El orgullo que nos deseamos ante el final de los más cercanos no es soberbia, sino motor de superación. Quizás ello explique el que los sobrevivientes del horror de los campos nazis acudieran sin titubear a defender hasta la muerte la esperanza de un país propio recién nacido: no por la senda fatal obligada que les precedía, sino por el orgullo de forjar su destino libremente. Esa respuesta a la tragedia, la vida como resultado de la muerte, obró el milagro: Israel existe, el pueblo de Israel vive y su mensaje no sólo da sentido al camino recorrido, sino que proyecta luz al que se nos abre.
La muerte puede sobrevenirnos no sólo en memorables hecatombes, sino por las más nimias circunstancias. Aprovechemos mientras estemos y seamos (verbo inexistente en el idioma bíblico) para sentirnos orgullosos y responsables de la memoria de quienes nos precedieron y labraron la mágica cadena que nos ha traído hasta donde estamos.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad
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