LA PALABRA – En días pasados tuvieron lugar en Málaga unas Jornadas Internacionales por el milenario del nacimiento del poeta y filósofo Shlomó Ibn Gabirol. Con tanta distancia temporal de por medio, es difícil recabar datos biográficos fiables. Lo que sí está claro es que su vida no fue nada fácil: sus propios padres ya eran exiliados de la Córdoba que dejó de ser califal para convertirse en una dictadura militar a manos de Almanzor y no pasaron mucho tiempo en Málaga, donde nace Shlomó, un ser sumamente inteligente pero aquejado de una enfermedad dermatológica que propiciaba el rechazo de los demás, antes de fallecer ambos. Toda su vida, que no sabemos a ciencia cierta hasta cuando duró, fue un éxodo constante, aquejado de la falta de recursos y familia, y la zigzagueante pero eterna saña contra los judíos. El ciclo más habitual era encontrar algún correligionario cercano a la corte musulmana de turno que pudiera apadrinarlo hasta que éste perdía el favor del rey de la taifa o ésta cambiaba de líder.
Para Ibn Gabirol, como para tantos otros judíos durante dos milenios, la patria auténtica no fue donde circunstancialmente vivieran, sino el camino entre distintos destinos. No se trata de una herencia del nomadismo ganadero de los padres fundadores del monoteísmo Abraham, Isaac y Jacob (a los que podríamos sumar el profeta Moisés, tras huir de la corte faraónica), sino del única arma de resistencia para evitar su desaparición como pueblo. Lo singular del judaísmo fue justamente su capacidad de reinventarse después de la destrucción del Templo y los elementos básicos de su fe que dependían estrechamente de éste. La principal lección fue que no hay nada que pueda poseerse fuera de uno mismo: del alma, de la mente, del saber. Y las mejores herramientas para el aprendizaje son la osadía de emprender el camino (como aquel Najshón que fue el primero en saltar al Mar Rojo al salir de Egipto, tras la promesa divina de que sus aguas se abrirían y no los tragarían) y la memoria de lo que su recorrido nos muestra: gentes, lenguas, culturas.
Ibn Gabirol aprendió el árabe que le abría las puertas del conocimiento en su época, el latín romance de la calle cristiana, y el hebreo que sólo se usaba para rezar y que le sirvió como a nadie antes para plasmar sus emociones con tal viveza que, mil años después, parecen pintadas ayer mismo. Aprendió a sobrevivir, aunque fuera huyendo de pueblo en pueblo, de amigo en protector, dibujando en su andar la estrella de muchas puntas de los condenados por cuna. Una ruta que fue su única patria, antes de ser España, antes de reconocerse como Sefarad. Su única bandera fueron los pies capaces de transportar su cabeza y ponerla a salvo de la ceguera de los poderosos, de los incrustados siempre en la misma piedra del camino. Como tantos otros antes, como tantos otros después.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad