Las manos en el fuego
LA PALABRA – Cuenta el libro bíblico de Levítico que los hijos de Aarón (el hermano de Moisés) se atrevieron a “mejorar” la naturaleza del fuego que un rayo del cielo encendió frente al tabernáculo y que alcanzó a las ofrendas animales, pero no al incienso allí dispuesto. Su osadía de corregir la intervención divina fue castigada inmediatamente y ambos ardieron al instante por haber ofrecido “fuego extraño”, no pautado. Quizás allí estribe que, si mi memoria no me falla, en las manifestaciones y protestas callejeras protagonizadas por judíos en Israel y el mundo no aparezca dicho “elemento”. Nada que ver con lo que estos días vemos en Hong Kong, Barcelona, Beirut, Santiago de Chile… De oriente a poniente y de sur a norte, las sociedades urbanas intentan imponer soluciones a golpe de cóctel molotov, barricadas ardientes, incendios del mobiliario urbano.
Antiguamente, el fuego servía de árbitro para establecer la acción divina: si el acusado no ardía en la pira o salía indemne de poner sus manos en las llamas, se le consideraba inocente. De allí la expresión “poner las manos en el fuego” por alguien, llevar la fidelidad al otro al mismísimo sacrificio personal. Es decir, sólo podría sentirse uno seguro y confiar en un tercero si alguien estaba dispuesto a avalarlo mediante la disposición a mutilarse, a atentar contra los propios instintos y el precepto fundamental de respetar nuestro cuerpo.
Los judíos no ponemos las manos en el fuego, sólo lo rozamos cada víspera de shabat para elevar nuestra oración y sacralizarnos. Nuestra forma de expresar la confianza que depositamos en otros tampoco pasa por el dolor, sino por la mitzvá: el cumplimiento del precepto de amar al prójimo como a uno mismo (veahavta lereéja kamoja) y ser garantes de los pares en tu pueblo (kol Israel arevím ze lezé). El fuego catártico es un concepto ajeno a nuestra tradición, aunque no seamos inmunes a su influencia. Recordemos, no obstante, que cuando Dios quiere “resetear” su creación mediante el Diluvio, recurre al “elemento” contrario, el agua. En cambio, en la tradición greco-latina-cristiana-occidental, el titán Prometeo roba el fuego de los dioses y se lo da a los hombres: un regalo envenenado. Con él se destruyó el Templo y la propia Jerusalén, y el testimonio del mayor asesinato en masa organizado por un estado.
El fuego sólo purifica cuando es sagrado: de allí que deberíamos revisar la idoneidad de la utilización del término “holocausto” para describir la profanación de la humanidad. Antes que propagarlo (sea cual sea el grado de indignación y la justificación para salir a quemar las propias calles) y poner las manos en el fuego por una “idea” (misión, destino, creencia), tenemos el deber moral de no dejar arder nuestra propia piel y voluntad, y extinguir las llamas antes que éstas lo hagan con nuestra libertad. No necesitamos “fuegos extraños” que dispersen los aromas de las ideologías, sino manos sanas para reconstruir el mundo.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad