Los idiomas no nacen pero mueren
LA PALABRA – En estos días se celebró una nueva edición de Jornadas Sefardíes en San Millán de la Cogolla, una minúscula localidad riojana, cuyos monasterios se considera que fueron cuna del idioma castellano, ya que en ellos se recogieron unas pequeñas notas escritas en esa lengua en los márgenes de un códice de finales del siglo X o principios del XI. Como sucede con todos los idiomas naturales del mundo, nadie sabe a ciencia cierta cuándo empezaron, ya que sus huellas siempre dependen de la escritura. De allí que conozcamos el acadio (por las estelas de piedra y tablillas de arcilla) o los jeroglíficos egipcios de monumentos y papiros. Pero el lenguaje de los primeros humanos que llegaron a la mayoría de los continentes procedentes de culturas ágrafas nos es inaccesible.
Muchos lingüistas han intentado reconstruir lenguajes ancestrales y trazar diagramas de supuestas derivaciones de una lengua única y universal que recuerda la leyenda bíblica de la Torre de Babel, a partir de cuya construcción y consecuente afrenta divina surgió la enorme disparidad fonética del mundo. De hecho, no hay que remontarse tanto en el tiempo para observar lenguas que desparecen y hasta resucitan. En España, la lengua vascuence actual (euskera, en sus propios términos) se reconstruyó a partir de muchas versiones parciales distintas y muy minoritarias que subsistían en círculos poblacionales aislados de la región. El hebreo, por su parte, contaba con un mayoritario lenguaje ritual compartido por la lectura bíblica, además de esporádicas épocas de renacimiento, que terminaron cuajando a la luz del proyecto sionista de retorno a la tierra originaria.
Dicho proceso requirió el sacrificio de otras formas de expresión oral y literaria desarrolladas durante siglos, del arameo al ídish o el judeoespañol. En ningún caso tenemos certezas acerca de la fecha, localización geográfica y autores del nuevo medio de comunicación oral hasta que sus huellas quedaron grabadas mediante representaciones fonéticamente interpretables. Desafortunadamente lo que da fe de la existencia de una lengua no asegura que esta siga viva y “oralizada” por una comunidad que se entiende por ese medio. La época de mayor edición de libros en ídish, por ejemplo, coincidió con el declive de sus lectores por el genocidio nazi de la judería del este de Europa y la ideología de un renacimiento nacional apoyado en el lenguaje ancestral de la religión, el hebreo.
Los idiomas no nacen, pero sí mueren reemplazados por el relato y la forma de leer la historia tras conquistas forzadas o consentidas. Unas pocas resucitan, algunas incluso pueden inventarse (como el esperanto) pero su nacimiento las hace justamente más propensas a esfumarse. La mayoría desaparecen en la noche de los tiempos o, quizás, sigan ocultas dentro nuestro, sin saberlo, habitando territorios invisibles del pensamiento.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad
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