Mi “iomatzmaút”

LA PALABRA – No puedo recordar cómo celebramos los judíos de la Palestina del Mandato Británico la declaración de Independencia de Israel porque entonces no había aún nacido ni mi familia vivía allí. Tampoco las atrocidades de la guerra que estalló inmediatamente y que se cobró la vida de tantos, la mitad de ellos sobrevivientes de los campos de la muerte europeos. Pero sí guardo intactas en la memoria muchas de aquellas primeras imágenes vinculadas al joven estado: la mítica Jerusalén a la que prometíamos retornar año tras año, por fin estaba al alcance (al menos, una parte de ella).
Recuerdo, por ejemplo, las banderitas de papel (el plástico por entonces era casi un artículo de lujo) y los cuadros con grandes fotos de Ben Gurión y Jaim Weizmann que decoraban las paredes de las aulas del colegio judío al que acudía por las tardes, después de la escuela, donde se nos enseñaba a hablar, leer y escribir en ídish. Y cuando mi hermano mayor me mostró un llavero con una especie de medalla conmemorativa de los 17 años de Israel. Lo imborrable de la memoria debe depender de lo extraordinario de un suceso, ya que entonces pocos eran quienes tenían en sus casas algún objeto de aquel lejano (desde Argentina, casi en las antípodas) país, y muchos menos los afortunados (en todos los sentidos de la palabra) que lo habían visitado personalmente.
Mi primer “made in Israel” fue un lápiz, que muchos años después descubrí que en realidad había sido fabricado en Alemania y enviado a Israel para que lo vendiera como propio, como parte de un acuerdo de “compensaciones”. Algunas casas disponían incluso de un auténtico “souvenir” israelí: una botella con capas de arena de distintos colores. No era nuestro caso. Como mucho alguien te mostraba en el “shil” (la sinagoga) un “talit” (manto de oración) que, presumía, estaba fabricado en Israel y le habían traído sus abuelos por el Bar-Mizvá al cumplir los 13 años. Pero sin etiqueta “made in Israel” no tenían mucha credibilidad a nuestros ojos, ávidos de lejanos horizontes.
Una vez, por aquellos años, se organizó una exposición en conmemoración de “iomatzmaút”, la fiesta de la independencia de Israel, a la que muchas familias judías acudimos para sentirnos más cerca del famoso milagro de los que reverdecieron el desierto y ver fotos, algunas de los chicos del kibutz, con esas pintas tan llamativas con sus gorros “tembel” y los pies casi siempre descalzos. “Vílde jáies” (animales salvajes), murmuraban en voz baja y crítica las madres judías que no nos dejaban salir ni a jugar a la calle sin un calzado de cuero y cordones. Tiempos en los que la sola existencia de Israel nos henchía de orgullo y hacía que hasta los no judíos nos empezaran a mirar diferente, con un respeto que nunca habíamos sentido en muchos siglos.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad

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