Mnemocidio
LA PALABRA – El sufijo -cidio se ha convertido en muy popular. A los antiguos homicidio y suicidio se han ido agregando el parricidio o el fratricidio, el uxoricidio (término casi olvidado de la muerte de la mujer a manos de su marido, hoy día sustituido por el más general de feminicidio). Y luego vienen los de carácter público o colectivo, como el magnicidio o el genocidio, entre otros. Sin embargo, últimamente se prodigan los nombres de crímenes más allá del cuerpo físico, como el etnocidio (la eliminación de una cultura), que sería un caso especial dentro del crimen más general que atenta contra la memoria de un colectivo, el mnemocidio, palabra acuñada por el alemán Harald Weinrich hace apenas dos décadas para explicar el objetivo de los nazis respecto a los judíos que consistía, más allá de su aniquilación física, en la eliminación de toda huella y recuerdo de su existencia.
La historia no escrita del mundo está repleta de culturas, lenguas y grupos humanos de los que no ha quedado más herencia que algunos hallazgos arqueológicos o su huella en la mirada distorsionada de otros, un recuerdo a veces incluso falseado y manipulado para fines políticos. Ejemplo de ello son los filisteos, cuya propia denominación (de la que deriva el nombre de Palestina, con el que el emperador romano Augusto decretó el mnemocidio del nombre del reino de Judea en el año 135) en realidad surge del testimonio y mirada de sus vecinos, que en hebreo los llamaban invasores (polshím, paleshet, plishtím). De ellos se habla en la Biblia en relación a Sansón y especialmente al gigantesco Goliat. El concepto actual de “palestino” no tiene ningún vínculo con aquellos “pueblos del mar” que desaparecieron como cultura y como memoria viva.
Quienes hayan sufrido los estragos del Alzheimer en alguien muy cercano, conocen cómo la pérdida de la memoria evapora dramáticamente la personalidad de quienes la padecen. Cuando se impone el olvido sobre un colectivo, sus vínculos desaparecen: la cristalización que los cohesionaba se licúa o sublima directamente, y se confunden y funden en un mar impersonal. A veces, como no en pocos ejemplos del final del holocausto judío, el dolor nos empuja a olvidarnos de nosotros mismos. Cuántos sobrevivientes se llevaron sus pesadillas a la tumba para no turbar a las familias que con tanto esfuerzo lograron volver a construir. Otros tardaron décadas, pero hoy militan con las fuerzas que aún poseen en devolver también la dignidad a los que no lograron superar las barreras del odio irracional por medio del recuerdo, el testimonio, la primera persona de la memoria. Porque, aunque nos atormenten las imágenes y nos erice la piel pensar qué hubiéramos podido hacer en aquellas circunstancias en el laberinto sin salida de la muerte, tenemos el deber de reencarnar (guilgúl neshamá, en hebreo) el terror de quienes las vivieron y que su indignación nos imponga por instinto la supervivencia de su recuerdo, para que no se consuma el peor de los destinos: la muerte de su memoria, el mnemocidio.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad