LA PALABRA – En 1947 el gobierno británico se enfrentó a un grave trance de descolonización: India, la otrora joya de la corona, se batía en una guerra civil de tintes religiosos irreconciliables entre la mayoría hinduista y la amplísima minoría musulmana. La salida fue la creación de un nuevo estado para los últimos, repartido en dos territorios separados entre sí por miles de kilómetros. El nombre elegido fue Pakistán. No se trataba de un pueblo unido por una lengua (el urdu) ni por ninguna otra seña de identidad particular. Su propio nombre no es más que un acrónimo inventado apenas unos años antes para describir las provincias que incluía: Panyab, Afgania, Kashmir, Sindh y BeluchisTAN. Un poco más tarde y al oeste en el mismo continente, Londres dejaba a su suerte a los judíos a los que había prometido un Hogar Nacional, que proclamaban su independencia con los cañones de siete ejércitos apuntando a sus ciudadanos.
Desde entonces, y especialmente en las últimas décadas, se ha venido cuestionando la legitimidad de la promesa británica (la Declaración Balfour) y las decisiones de la comisión de las Naciones Unidas de entonces para la creación de dos estados en lo que fue el final del Mandato sobre Palestina: uno árabe y otro judío, de modo análogo a cómo la India sometida a la corona fue desgajada en un estado hindú y otro musulmán. Sin embargo, ¿hemos oído alguna vez en algún medio que alguien plantease la legitimidad y el derecho a existir de Pakistán? Por cierto, en 1971 ese país vivió una guerra de secesión de las provincias del este que acabaron convirtiéndose en Bangladesh, y la enemistad de la antigua minoría musulmana de la India con este país ha proseguido por años reivindicando la devolución de los territorios “ocupados” de Cachemira, enfrentamiento que ha llevado a ambos países a dotarse de armamento atómico y al borde del apocalipsis nuclear en 1998.
Pero de los “pecados estructurales” de la posguerra mundial, el único que se recuerda y condena día tras día en las instituciones mundiales que actúan por mayorías simples es el de Israel, a diferencia de Pakistán, único país judío del planeta. Imaginemos ahora que se intentase la firma de una paz definitiva entre India y Pakistán, y que India exigiese para ello que Pakistán dejase de ser una república islámica (como se declaró por ley en 1956). ¿No sonaría descabellado? Nadie fuera de algunos fanáticos en la propia India apoyaría esa medida, sin embargo a mucha gente y representantes de países muy civilizados les parece natural y lógico que en la negociación entre palestinos e israelíes los primeros no admitan que los segundos se definan como estado judío. ¿Por qué lo que vale para un caso no sirve para el otro? O mejor: ¿por qué lo que vale para todos los casos no sirve únicamente para los judíos?
Lo peor es que una mentira apuntala a la siguiente y así van construyéndose con naturalidad y sin grandes estridencias falacias tan obvias y tremendas como que los judíos no pintamos nada en Jerusalén, una ciudad –como se diría en España- “musulmana, de toda la vida de Dios”. La pregunta entonces es para qué seguir subvencionando organismos en los que el voto en bloque de países no democráticos y empecinados violadores de los más fundamentales derechos humanos insulta nuestros valores, ciencia e historia. Como decía aquel chiste de 1947, ¿pa’ quí’ stán?
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad