Parientes desconocidos

LA PALABRA – No hace tanto, las comunidades judías dispersas por el mundo, si bien tenían noticia una de la existencia de las otras, en la práctica se desconocían cara a cara. Las grandes olas migratorias a partir de finales del siglo XIX y especialmente durante la primera mitad del XX, nos enfrentaron a parientes en los que resultaba difícil reconocerse: lengua, costumbres y hasta rituales litúrgicos diferentes hacían que nuestros antepasados no tan lejanos en el tiempo miraran con desconfianza al otro, como si no fuese un judío completo. Afortunadamente, la convivencia y la “multiculturalidad” dentro de la propia identidad judía permitieron un acercamiento mucho mayor, aunque no completo.
La serie televisiva israelí “Shtisel” aborda de alguna manera esta mirada al propio ombligo desde la perspectiva de una de tantas corrientes ortodoxas. En la propia serie queda claro la distinción que hacen los personajes, por ejemplo, con respecto a los jasidistas de Jabad, al diferenciar a los habitantes del barrio de Gueulá de sus vecinos de Mea Shearím, a verse distintos de los sefarditas de origen árabe (apodados “frenkim”) y, por supuesto, de los “malditos impíos y sionistas”. De esta manera no sólo nos permite recorrer algunos paisajes humanos de Jerusalén a los que vivimos lejos, sino también a la propia sociedad israelí, de la que generalmente quedan al margen en casi todas las estadísticas. Por ejemplo, los pocos que cumplen el servicio militar en ese mundo ultraortodoxo son discriminados por sus propias familias, no está bien visto que algún varón se dedique a algo que no sea el estudio o la enseñanza de la Torá, usan teléfonos pero no ven televisión y, si nos guiamos por la serie, fuman como carreteros, incluso en espacios en los que está prohibido.
Su conservadurismo a ultranza (que les lleva a vestir con indumentarias propias de las gélidas áreas de origen de sus antepasados hace unos siglos, muy poco aptas para el clima desértico y a veces abrasador de los montes de Judea) choca con la visión reformista mayoritaria en la diáspora norteamericana y, por supuesto, con el sionismo laico. Todos nos sabemos descendientes de un mismo tronco, pero somos como hermanos que no se hablan durante años (algo que me parece más habitual entre los judíos que entre otras familias). Y ese alejamiento y desconfianza acaba convirtiéndose en desconocimiento: ya no nos reconocemos como iguales (desde el punto de vista religioso, étnico, cultural, o el que sea).
Es difícil estimar cuántos “hermanos” hemos ido perdiendo definitivamente a lo largo de dos milenios alejados y aislados. No sólo hubo conversiones religiosas forzadas, ni renuncias obligadas a señas de identidad tan potentes como lengua y costumbres (lo que generalmente se denomina cultura), sino también intentos de dar la espalda a la propia identidad y empezar otra vida basada en el olvido. Como se dice en ídish “S’iz shver tzu zayn a yid”, es difícil ser judío. Y más reconocer al pariente desconocido como reflejo de uno mismo.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad

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