Recuerdos de una aliá (II): la llegada

LA PALABRA – En la columna anterior, y al hilo del aniversario de la independencia de Israel, citaba algunas memorias de mi viaje hace 44 años. Pero la parte que más quedaría grabada en mi memoria fue la de los momentos iniciales en un país que acababa de pisar por primera vez. En la aduana, yo y el resto de mi grupo solicitamos la nacionalidad, y al salir de la oficina descubrimos que éramos los únicos que rondábamos por un aeropuerto desierto ante la inminente entrada del shabat. Afuera sólo estaba la furgoneta del kibutz para recogernos, con las mismas prisas que los empleados que echaban el candado a las instalaciones.
El relativamente corto trayecto se hizo eterno por el estado de las carreteras y porque, una vez entrados en la zona, a la creciente oscuridad atmosférica se sumó la total ausencia de iluminación en la vía e incluso en los asentamientos humanos que los carteles indicaban que estaban allí mismo. De pronto, el vehículo se detuvo en la penumbra y alguien dijo que habíamos llegado. No se veía nada, pero se oía gente caminando. Cargamos el equipaje hacia el gran comedor, y en ese momento se hizo la luz: se trataba de un apagón por una denuncia de una supuesta infiltración terrorista en la zona. En realidad, todo se debió a que un muchacho (otro argentino) se había despistado y salido de la carretera a la cuneta, y al comunicarlo por radio al kibutz, para no pasar por tonto, dijo que fue porque un árabe le había tirado una piedra.
Cuando todo se iluminó descubrimos que nuestra nueva casa no era tan oscura. Al contrario: al tratarse de “erev shabat” (inicio del descanso sabático) la gente iba vestida con sus mejores atuendos, las mujeres con unas faldas largas, como si se tratase de una boda o algo así, una moda muy popular entonces en los kibutzím. Sólo después de la cena, cuando se celebraba el shabat con bailes folklóricos y de otro tipo en la misma sala (con las mesas y sillas arrinconadas para hacer espacio), descubrimos que bajo esos “burgueses” ropajes se escondía el espíritu “sabra”, ya que muchos y muchas iban descalzos. No era por shabat: los chicos crecidos en el kibutz identificaban la libertad con moverse sin calzado alguno por los terrenos menos aconsejables para hacerlo. Uno de ellos, cuando tenía que viajar a Tel Aviv (la gran urbe) para alguna gestión o compra, subía así al autobús; en cuanto bajaba del mismo se compraba las chanclas más baratas y a la vuelta, las tiraba en la papelera antes de subir al transporte.
Eran flores salvajes en estado natural, incluyendo todas las vellosidades corporales, tanto masculinas como femeninas. Mi nueva familia del kibutz no se parecía en nada a los judíos que había conocido en Argentina. Tardó poco en que yo mismo me asilvestrara y aprendiera a esperar durante muchos meses a que cayese una gota del cielo sobre una tierra que aprendí a pisar sin que nada se interpusiera entre mi piel y ella. La Tierra de Israel.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad

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