LA PALABRA – Dado el título, podría pensarse que vamos a hablar de la Guerra de Crimea de mediados del XIX, o quizás de la actual situación en Ucrania. Nada de eso. Pregunten a un judío argentino (como yo) que significan “realmente” estos dos gentilicios y les hablará de ashkenazíes y sefardíes, respectivamente. Son apelativos que derivaron de los respectivos pasaportes que presentaban los inmigrantes de principios del siglo XX en varios países sudamericanos: los de los respectivos imperios dirigidos desde Moscú y Estambul. Cada uno de sus colectivos judíos pasó por diferentes situaciones dramáticas que los llevaron a emigrar a las antípodas. En su nuevo hogar, cada comunidad original intentó seguir con su propio bagaje cultural, idiomático y litúrgico, tras un encuentro desconcertante con el “otro”: si eran “como nosotros”, ¿cómo podían ser tan diferentes en su gastronomía, su música o su orden ritual en la sinagoga?
En los primeros compases de convivencia, cada uno se encerró en sí mismo, creando instituciones diferenciadas no sólo entre estos dos grandes segmentos, sino también entre las diferentes parcelas geográficas. Así, había sinagogas de oriundos de Polonia o de Rusia o de Besarabia (la zona más al sur, incluyendo las actuales Ucrania, Moldavia y Rumanía), pero también llegando a montar centros de oriundos de Damasco aparte de los dedicados a los originarios de “Jaleb” (Alepo), etc. No sólo eso: especialmente entre los ashkenazíes (más numerosos) se crearon otras muchas instituciones no ligadas a la religión, muchas veces herederas de las incipientes ideologías políticas importadas del Viejo Mundo (especialmente enfrentamientos retóricos entre sionistas y no sionistas, o entre religiosos y laicos).
En lugar de sitios de oración surgieron asociaciones de “originarios” de tal o cual región europea, entre ellos clubes sociales para encontrarse y seguir discutiendo en ídish (con el acento “adecuado” para cada región) y, por qué no, encontrar novia/o para perpetuar este modo de vida. Sin embargo, cada vez fue menos llamativo que un joven “turco” se enamorara de una “rusa” y viceversa. Los colegios judíos (como al que asistía de niño por la tarde, después de la escuela obligatoria) también propiciaban esta ruptura de barreras intracomunitarias, y muchos descendientes de sefardíes terminaban hablando o entendiendo perfectamente el judeo-alemán. Hoy día, uno de los representantes de esta mixtura es el famoso cómico Roberto Moldavsky (padre ashkenazí, madre sefardí) que usa ese linaje mixto para sus desternillantes monólogos. En la calle Camargo de Buenos Aires, a escasos metros uno de otro, se encuentran una de las principales sinagogas sefardíes y uno de los mayores colegios ashkenazíes, ambos en el mismo barrio en cuyas tiendas podrían comprarse manjares para cada uno de los gustos. Porque si la historia nos separó, el tiempo nos permitió reencontrarnos y reconocernos como hermanos.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad