HABLEMOS DE LA BIBLIA, CON IRIT GREEN – Poema didáctico de Asaf.
Pueblo mío, atiende a mi enseñanza;
¡inclínate a escuchar lo que te digo!
Voy a hablar por medio de refranes;
diré cosas que han estado en secreto
desde tiempos antiguos.
Lo que hemos oído y sabemos
y nuestros padres nos contaron,
no lo ocultaremos a nuestros hijos.
Con las generaciones futuras alabaremos al Señor
y hablaremos de su poder y maravillas.
Dios estableció una ley para Jacob;
puso una norma de conducta en Israel,
y ordenó a nuestros antepasados
que la enseñaran a sus descendientes,
para que la conocieran las generaciones futuras,
los hijos que habían de nacer,
y que ellos, a su vez, la enseñaran a sus hijos;
para que tuvieran confianza en Dios
y no olvidaran lo que él había hecho;
para que obedecieran sus mandamientos
y no fueran como sus antepasados,
rebeldes y necios,
faltos de firmeza en su corazón y espíritu;
¡generación infiel a Dios!
Los de la tribu de Efraín,
que estaban armados con arcos y flechas,
dieron la espalda el día del combate;
no respetaron su alianza con Dios
ni quisieron obedecer sus enseñanzas.
Se olvidaron de lo que él había hecho,
de las maravillas que les hizo ver.
Dios hizo maravillas delante de sus padres
en la región de Soan, que está en Egipto:
partió en dos el mar, y los hizo pasar por él,
deteniendo el agua como un muro.
De día los guió con una nube,
y de noche con luz de fuego.
En el desierto partió en dos las peñas,
y les dio a beber agua en abundancia.
¡Dios hizo brotar de la peña
un torrente de aguas caudalosas!
Pero ellos siguieron pecando contra Dios;
se rebelaron contra el Altísimo en el desierto.
Quisieron ponerle a prueba
pidiendo comida a su antojo.
Hablaron contra él, diciendo:
«¿Acaso puede Dios servir una mesa en el desierto?
Es verdad que Dios partió la peña,
que de ella brotó agua como un río,
y que la tierra se inundó;
pero, ¿podrá dar también pan?
¿Podrá dar carne a su pueblo?»
Cuando el Señor oyó esto, se enojó;
¡su furor, como un fuego,
se encendió contra Jacob!
Porque no confiaron en Dios
ni creyeron en su ayuda.
Sin embargo, Dios dio órdenes a las nubes
y abrió las puertas del cielo;
¡hizo llover sobre su pueblo el maná,
trigo del cielo, para que comieran!
¡El hombre comió pan de ángeles!
¡Dios les dio de comer en abundancia!
El viento del este y el viento del sur
soplaron en el cielo;
¡Dios los trajo con su poder!
Hizo llover carne sobre su pueblo;
¡llovieron aves como arena del mar!
Dios las hizo caer en medio del campamento
y alrededor de las tiendas de campaña.
Y comieron hasta hartarse,
y así Dios les cumplió su deseo.
Pero aún no habían calmado su apetito,
todavía tenían la comida en la boca,
cuando el furor de Dios cayó sobre ellos
y mató a los hombres más fuertes.
¡Hizo morir a los mejores hombres de Israel!
A pesar de todo, volvieron a pecar;
no creyeron en las maravillas de Dios.
Por eso Dios puso fin a sus vidas
como si fueran un suspiro
y en medio de un terror espantoso.
Si Dios los hacía morir, entonces lo buscaban;
se volvían a él y lo buscaban sin descanso;
entonces se acordaban del Dios altísimo
que los protegía y los rescataba.
Pero con su boca y su lengua
le decían hermosas mentiras,
pues nunca le fueron sinceros
ni fieles a su alianza.
Pero Dios tenía compasión,
perdonaba su maldad y no los destruía;
muchas veces hizo a un lado el enojo
y no se dejó llevar por la furia.
Dios se acordó de que eran simples hombres;
de que eran como el viento, que se va y no vuelve.
¡Cuántas veces desobedecieron a Dios
y le causaron dolor en el desierto!
Pero volvían a ponerlo a prueba;
¡entristecían al Santo de Israel!
No se acordaron de aquel día
cuando Dios, con su poder, los salvó del enemigo;
cuando en los campos de Soan, en Egipto,
hizo cosas grandes y asombrosas;
cuando convirtió en sangre los ríos,
y los egipcios no pudieron beber de ellos.
Mandó sobre ellos tábanos y ranas,
que todo lo devoraban y destruían;
entregó a la langosta las cosechas
por las que ellos habían trabajado.
Con granizo y escarcha
destruyó sus higueras y sus viñas.
Sus vacas y sus ovejas murieron
bajo el granizo y los rayos.
Dios les envió la furia de su enojo:
furor, condenación y angustia,
como mensajeros de calamidades.
¡Dio rienda suelta a su furor!
No les perdonó la vida,
sino que los entregó a la muerte;
¡hizo morir en Egipto mismo
al primer hijo de toda familia egipcia!
Sacó a Israel como a un rebaño de ovejas;
llevó a su pueblo a través del desierto.
Los llevó con paso seguro
para que no tuvieran miedo,
pero a sus enemigos el mar los cubrió.
Dios trajo a su pueblo a su tierra santa,
¡a las montañas que él mismo conquistó!
Quitó a los paganos de la vista de Israel;
repartió la tierra en lotes entre sus tribus,
y las hizo vivir en sus campamentos.
Pero ellos pusieron a prueba al Dios altísimo
rebelándose contra él
y desobedeciendo sus mandatos;
pues, lo mismo que sus padres,
lo abandonaron y le fueron infieles;
¡se torcieron igual que un arco falso!
Lo hicieron enojar con sus altares paganos;
adorando ídolos, lo provocaron a celos.
Dios se enojó al ver esto,
y rechazó por completo a Israel,
y abandonó el santuario de Siló,
que era su casa entre los hombres.
Permitió que sus enemigos capturaran
el símbolo de su gloria y su poder.
Tan furioso estaba contra su pueblo,
que los entregó a la espada del enemigo.
Los muchachos murieron quemados;
¡no hubo canción de bodas para las novias!
Los sacerdotes murieron a filo de espada,
y sus viudas no los lloraron.
Pero despertó el Señor, como de un sueño,
como guerrero que vuelve en sí del vino,
y derrotó a sus enemigos, y los hizo huir;
¡los cubrió de vergüenza para siempre!
Rechazó además a la casa de José,
y no escogió a la tribu de Efraín;
eligió en cambio a la tribu de Judá
y a su amado monte Sión.
Construyó un santuario, alto como el cielo,
y lo afirmó para siempre, como a la tierra.
Escogió a su siervo David,
el que era pastor de ovejas;
lo quitó de andar tras los rebaños,
para que cuidara a su pueblo,
para que fuera pastor de Israel.
Y David cuidó del pueblo de Dios;
los cuidó y los dirigió
con mano hábil y corazón sincero.