Ser o no ser lo que somos

LA PALABRA – Esta semana murió el escritor (y Nobel de Literatura) húngaro Imre Kertész quien, según relata él mismo, no fue consciente de su identidad judía hasta que otros (los nazis) lo señalaron (y estuvieron a punto de asesinarlo por ello). De familia asimilada como tantos de su país que incluso adoptaron apellidos húngaros para integrarse sin fisuras, su caso confirma la visión de Sartre de la identidad judía desde la discriminación, la persecución y el antisemitismo: es decir, que somos lo que somos por cómo nos ven los demás. Resulta extraño, sin embargo, que esta fórmula no se aplique al resto de las identidades estatales, nacionales o incluso religiosas del mundo.
Otro grande que nos dejó hace poco, el italiano Umberto Eco, dedicó varias de sus obras no de ficción a la identidad, aunque desde un punto de vista totalmente novedoso: el de la semántica, delimitando dos categorías opuestas: la de los apocalípticos (básicamente, los conservadores que entienden como amenaza cualquier cambio, evolución o revolución en las definiciones) y los integrados (que ven con buenos ojos las transformaciones). Aplicado a la identidad de los judíos podríamos clasificar en la segunda opción a esa larguísima corriente desde la Haskalá a nuestros días que nos empujaría a “normalizar” nuestro ser integrándonos en las culturas vernáculas. El padre filosófico de este pensamiento fue Moses Mendelssohn, abuelo del famoso compositor, quien abogaba por el concepto de “alemanes de fe judía” en lugar del de “judíos alemanes”, invitando a sus seguidores a aprender las lenguas vernáculas y llevar una vida y cultura similares a la del resto de compatriotas.
Desde la acera opuesta, esta integración o asimilación se ha considerado como una traición a la tradición, a los antepasados, a los valores: en definitiva, a la propia identidad. En algunos casos realmente es así, como en el de la propia familia de Mendelssohn: por ejemplo, su hijo Abraham que sería padre de Félix (el músico) se casó con otra judía “integrada” (Lea Salomon) y ambos decidieron que la mejor forma de asimilarse totalmente a la sociedad alemana era convirtiéndose al protestantismo y cambiando su apellido (por Bartholdy, el nombre de un finca que poseían). Ya no serían “alemanes de fe judía” sino simplemente “alemanes”. Aunque la historia acabaría demostrándoles, como a Kertész, que esta decisión no afecta a la mirada de los otros.
Pocos años después, un prestigioso periodista germano-parlante llegó a proponer incluso una conversión masiva de todos los judíos vieneses en la catedral de la ciudad. Se llamaba Theodor Herzl y, ante el fracaso de su proyecto, ideó otro que acabó creando un nuevo espacio de integración para los judíos del mundo: el sionismo político, que con el tiempo se convirtió en un estado llamado Israel. Es decir, un lugar desde el cual los judíos (más allá de su fe) pudieran asimilarse al resto de las naciones. Por supuesto, ello despertó reacciones de los apocalípticos de distintos sectores, desde los anti-sionistas ultra-religiosos de Neturei Karta a los internacionalistas ateos del Bund. Pero fue una de las ideas más aglutinadoras de la historia para unas gentes, nosotros, los judíos, a los que por alguna maldición bíblica (supongo) nos cuesta muchísimo ponernos de acuerdo. Y eso como seña de identidad.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad

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