Somos una misma playa

LA PALABRA – Cuando era chico e Israel un estado muy joven, los compañeros de clase, sabiéndome judío, me planteaban el siguiente problema moral: si hay una guerra entre Israel y Argentina, ¿con quién irías? La salida más lógica a esa situación era otra pregunta ¿y por qué diablos esos dos países iban a enfrentarse a muerte? Era como el sketch cómico que los geniales Les Luthiers crearon años después, en que una delegación de políticos encargan a un compositor la creación de un nuevo himno nacional, ya que quieren mejorar las relaciones comerciales con la antigua potencia colonial y eligen como “enemigo” ante el que resaltar los valores patrióticos a Noruega, simplemente por estar lejos geográficamente y de cualquier hipótesis de enfrentamiento.
Hoy día parece que las guerras ya no son tanto entre países como entre distintas partes o facciones de estos: como en Siria, Irak, Libia, Congo, Ucrania o el propio Israel, lo que no es óbice para que se inmiscuyan en esos conflictos potencias extranjeras, generalmente de forma “delegada” o como “apoyo táctico”. Por tanto, el problema de identificación no es tanto con tal o cual nación, sino con tal o cual facción: política, religiosa, étnica, o la más habitual, una combinación de estos factores.
Ello conlleva un grave replanteamiento de la identidad: uno ya no es tanto argentino o israelí (en la utópica guerra de mi infancia) sino kirchnerista o anti K, sionista o post. En realidad los círculos concéntricos de lo que somos se vuelven más centrípetos, ejerciendo fuerzas invisibles hacia pertenencias cada vez más interiores, de la etnia para adentro, hasta sólo sentirnos parte de nuestra familia más cercana. Después de milenios de abrirnos lenta y esforzadamente al concepto de una misma humanidad, del valor igualitario de nuestra elección, de derribar fronteras dibujadas con sangre, de soñar con futuros universales, la marea nos escupe en las mismas playas de las que quisimos partir para descubrir el mundo.
El dilema actual ya no es a qué bando nacional “pertenecemos” sino hasta qué dimensión somos capaces de reducir el radio de vinculación de nuestra identidad; si podemos encontrar una razón más allá de la genética para arriesgar la vida (que es de lo que se trata en una guerra) por una bandera, un libro o cualquier otro símbolo. A menos, claro está, que la amenaza no sea por lo que hacemos, ni siquiera por lo que pensamos, sino por el sólo hecho de ser quienes somos. De esto sabemos algo los judíos: una identidad más allá de lo genético y racial, del grado y carácter del sentido religioso, de la identificación nacionalista o cosmopolita, de la clase social y nivel cultural, de cualquier símbolo. Somos desde hace mucho una misma playa continental (que nos contiene) y no archipiélagos de islas, cuya base común se encuentra en el fondo de los mares.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad

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