LA PALABRA – En los últimos días, la pacífica y poco mentada capital austríaca, ha cobrado protagonismo en el plano político internacional, ya que en ella culminaron las negociaciones del acuerdo que el grupo llamado 5 + 1 firmó con Irán para limitar su capacidad de desarrollo de armamento nuclear. Y decimos limitar, ya que los expertos coinciden en señalar que el camino hacia la primera bomba atómica chiita ha quedado finalmente pavimentado gracias a unas restricciones en la cantidad de los instrumentos para su desarrollo (centrifugadoras) que en poco tiempo duplicarán sus capacidades. Ello unido a la liberación de enormes cantidades de capitales embargados (que Irán usará, como hasta ahora, para financiar a grupos terroristas como Hezbolá o Hamás, y posiblemente a regímenes o corrientes políticas “afines”, incluso en nuestra casa) constituye una mala noticia para el mundo libre, para el mundo árabe y, por supuesto, al objetivo declarado de destrucción que es el estado judío.
Paradójicamente, el hotel donde se gestó la declaración final que ha llevado a muchos países árabes suníes a hacer cola en Pakistán para adquirir también ellos su propio armamento atómico y no perder su hegemonía en la zona, se encuentra sito en una plaza vienesa que lleva el nombre del fundador del sionismo moderno, Theodor Herzl, uno entre tantísimos judíos notables que dicha ciudad dio al mundo y que reconocemos sólo con su apellido: Freud, Adler, Bettelheim, Frankl, Schoenberg, Steiner, Lang, Wilder, Preminger, Zweig, Roth, Koestler, Buber, Popper, Gombrich. En 1938 constituían el 10% de la población de la ciudad y, seguramente, eran los únicos que no se lanzaron a la calle a celebrar la anexión por parte de los nazis alemanes, dirigidos por su paisano Hitler.
No fue esa, sin embargo, la primera vez que la suerte de los judíos del mundo transitó funestamente las calles de la antigua capital imperial. Hace justamente 200 años, la Europa que había derrotado a Napoleón se reunió en sus palacios para borrar del mapa los efectos de las conquistas francesas y de su ideología revolucionaria y retrasar los relojes de las sociedades. Allí acudieron preocupados (y, por vez primera en la historia continental) delegaciones de comunidades judías emancipadas, que comprobaron cómo la paz del “mundo” de entonces (Europa) una vez más pasaba por arrollar sus derechos y los logros que tan duramente habían conseguido.
Viena fue y sigue siendo una ciudad rica en expresiones artísticas y en bajezas morales, como la que obligó a Gustav Mahler a convertirse al cristianismo para poder acceder a la dirección de su Ópera Imperial en una ciudad dirigida por un alcalde abiertamente proclamado antisemita. Ciudad central del país que, tres cuartos de siglo después, sigue presentándose como “víctima” del nazismo y no como parte del mismo. Una Viena de postal y gastronómica, que acompasa alegre los valses que abren cada año, pero maldita para la memoria lejana y presente de los judíos.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad